Con el mismo susto en los ojos

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por Julio Brum

– ¡Dame todo!-  Escuché.
Levanté la vista y vi el caño de una 22 apuntándome.

Atrás, la cara de un jovencito de no más de 17 años
con el susto en los ojos.

Ahí, en ese instante cuando la vida depende de un segundo,
mi instinto de supervivencia se bañó de un sereno tono paternal.

– Tranquilo, no pasa nada-
Me salió sin pensar.

-Llévense todo. Vamo arriba. Vayan tranquis.

El que me apuntaba delató cierto alivio al escucharme
y le dijo al que manejaba la moto:
– ¡Sacále todo!

Se llevaron mi celular, mi bolso de trabajo, mi billetera con dinero, tarjetas y documentos. Eran dos jóvenes descamisados a cara descubierta huyendo rumbo al vacío. No pude retener nada, ni sus caras, ni la marca de la moto. Solo me acuerdo del caño de la 22.

La señora dueña de un pequeño almacén contiguo asomó la cabeza y me preguntó con voz resignada y casi por compromiso: ¿ lo robaron ?

Minutos antes había terminado un taller con las educadoras del Centro Abuelo Óscar del barrio Las Acacias. Estuvimos trabajando en el uso y manejo de la Radio Butiá como herramienta para la nutrición sonora y  musical en la primera infancia. Hablamos  sobre cómo crear alternativas que amplíen el mundo sonoro mas allá de lo que ofrece el mercado, para enriquecer la expresión y la sensibilización a través de la música por lo que implica para el desarrollo integral de cada niño o niña y de su comunidad.

Intercambiamos opiniones sobre el reinado omnipresente de los “valores del reguetón” y la sobre exposición demencial de los niños a los celulares. Nos preocupaba cómo se pueden pensar estrategias para contrapesar toda esta ola cotidiana que va sembrando imágenes y valores nefastos para el sano desarrollo infantil.

Concluimos que es necesario actuar con convicción sobre las familias y sobre ese contexto que va “educando” y “matrizando” conductas y valores, muchas veces sin dejarles lugar a la libre elección para construir un mundo diferente.

Rescatamos la importancia de la música y la educación por el arte como un camino para  alimentar ese contexto en forma creativa y sensible, buscando sembrar visiones positivas y abrir nuevos horizontes de vida y crianza.

Algo cada vez más importante y necesario decían: “Porque si no, después esos mismos niños terminan pegándote un balazo por un par de championes”.

En los años 90 tuve el inmenso honor de participar en el desarrollo y la implementación de emblemático “Programa Nuestros Niños”, donde aprendí mucho con mis compañeros y compañeras del TUMP, que iban al territorio y bajo la dirección de la impresionante pedagoga Sara Minster.

Muchas cosas pasaron desde ese entonces, pero me encontré con un lugar donde el rumbo en la valoración del arte en la educación y en la comunidad es firme. El Centro Abuelo Óscar – junto a tantos otros del país –  fue y es emblemático en este camino de construcción de un trabajo de calidad con la primera infancia en el país.

Volver allí luego de 20 años o más fue una gran alegría. Especialmente comprobar que hay un equipo de mujeres comprometidas con su trabajo y su barrio. Que el colectivo se mantiene atento y sensible a la importancia de la expresión, la música y el arte en general.

El impacto de la rapiña a mano armada fue menor que el dolor que me generó ver dos adolescentes uruguayos y latinoamericanos, sin un proyecto de vida digna visible y que probablemente no vivan muchos años. Ojalá me equivoque.

Pensé en todos estos años de siembra y por un instante sentí que ese esfuerzo por otro futuro fue en vano. Sé que no es así. Que por cada uno que sale a robar acorralado por un sistema que nos genera a toda la sociedad esas situaciones de desolación, angustia y violencia, hay varios que se desarrollan vitalmente en otras direcciones. Por eso, estos trabajos, estos centros y sus trabajadoras son un patrimonio invaluable del Uruguay y que hay que defender contra todo.

Son quienes, a pesar de las dificultades cotidianas,  sostienen la trama social desde el afecto y el compromiso y muy lejos están de los impulsos autoritarios y represivos que vienen germinando alarmantemente en el país.

Esa mirada atrás del revolver me pareció conocida y me dejó pensando.

Después me di cuenta que meses atrás ya la había visto en los ojos de una joven indígena maya kakchiquel, en la plaza de Antigua en Guatemala. La jovencita llamada Esperanza me preguntó abruptamente, para mi sorpresa, con su hijo atado a su costado: – Señor  ¿usted qué piensa? ¿me iré para los Estados Unidos con mi hijo? Dicen que allá hasta puede uno a llegar a tener un carro.

Tanta desolación me dejó sin palabras.

Pero algo me hizo “hermanar” a esos dos jóvenes latinoamericanos que de alguna manera son la denuncia viva y atroz de todos nuestros errores y fallas. De la factura impaga de nuestra apatía colectiva y la falta de empatía de los que desde el poder y los medios barren debajo de la alfombra.

El joven “rapiñero” del barrio montevideano, también hijo del plan Ceibal y la joven maya vendedora de telares en Antigua, crecieron ajenos a toda esa sensibilidad que pregonábamos en el taller sobre la música y el arte.

Ellos no tuvieron la oportunidad de crecer ampliando sus horizontes culturales. Tal vez por eso los dos me miraron con el mismo susto en los ojos.

Mientras tanto, no se me ocurre nada mejor que seguir confiando en la música y el arte.

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