El amor del guerrillero

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por Roberto Araújo

¿Alguna vez estuvo enamorado?…le pregunté.
Don Juan se recostó sobre la silla como tomando aire
y su mirada se clavó en el vidrio de la ventana.
Permaneció en silencio por un tiempo que se hizo largo
y luego meneó la cabeza con resignación.



Era una noche fría, de un crudo invierno de finales de los noventa, la lluvia pegajosa de julio que se había ensañado no daba treguas y golpeaba rítmicamente sobre los vidrios de las ventanas; y el ocre de la madera del mostrador se hacía más ocre y el gris se hacía más gris, e impregnaba las paredes del Pasatempo, como buscando en la penumbra un rincón donde guardar los recuerdos de tantas y tantas noches de bohemias y frustraciones.

Yo a Don Juan lo conocía desde siempre, era uno de esos tipos a quien la fama lo precede, o sea mucho antes de toparme con su mítica estampa había oído de sus andanzas. 
Su fama de Maestro Ajedrecista, de periodista barriquero, de luchador social, de guerrillero arrojado, audaz y rebelde indomable. 
Era uno de esos tipos que trascienden a sí mismo y cuya impronta supera a su realidad, la lastima era que él no lo comprendía.

Una vez leí uno de sus libros y sufrí una gran desilusión; era un trabajo de pesada escritura, denso en su contenido y obsoleto en sus conceptos. 
Pero él sobre dimensionaba su obra, al extremo que cierta vez me dijo muy convencido que después de Engels y Marx, el único que le había aportado algo al marxismo desde el punto de vista teórico era él. Lo quedé mirando con ganas de decirle, “mire Don Juan, lo único que se puede rescatar de su propia vida, es su vida en sí”, pues en verdad la vida de Juan, era y es de por sí una novela.

Por eso, aquella noche en la que nos quedamos solos, recostados sobre las grasientas mesas del Pasatempo, quise indagar algo de su propia historia y comencé por preguntarle si alguna vez había estado enamorado.
Y se me ocurrió, pues debí de suponer que su estampa varonil, que se conservaba mejorada pese a los años, le habría de haber dado la posibilidad de conocer muchas mujeres, y por cierto la docena de hijas e hijos que se le atribuían, de los cuales solo reconocía seis, daban testimonio de su vida amorosa, tan prolifera cuanto su vida guerrillera.

Y como dije, conocí su fama, antes que su persona, y demoré mucho en trascender más allá de la frontera que nos distanciaba, frontera fortalecida por casi seis décadas de diferencias , una moral libertaria y una inteligencia “eclipsante” . 
Pero con el tiempo le fui perdiendo el respeto, por lo menos el miedo y fueron quizás los atardeceres veraniegos en el Pasatempo, el vino ablandador, o el costo de un cotidiano que lima las diferencias.
Y le fui perdiendo el miedo, hasta que llegamos a conversar de igual a igual.

Comencé a llevarlo en mi Fusca modelo 73, cada vez que el alcohol le abatía el equilibrio y creo que Don Juan se acostumbró a esa rutina, y por ahí comencé a sacarle los más íntimos secretos que hacían de un acervo que cuidaba con celo.
Su intimidad, su pasión, mayor que su amor, las mujeres de su vida, sus tres hijos trolos, record que aludía sarcásticamente cada vez que el vino lo atontaba, desnudando un dolor recóndito que nacía de una culpa admitida una sola vez cuando dijo, “debí haber amado más a mis hijos y menos a mi pueblo”. 

En verdad a mí me interesaba mucho más su vida de guerrillero rebelde, el que había peleado en cada rincón de la América explotada, sus orígenes, sus travesías, que según se decía había comenzado con la mismísima Columna Prestes, y que había estado batallando en los alrededores de la propia escuela rural del altiplano boliviano, la tarde noche en que había sido ejecutado el Che Guevara. 

Todo eso se decía en el terreno dudoso entre la verdad y la leyenda, casos y cosas que adornaban su historia y que a mí, hijo de la generación sonámbula de los ochenta, me desvelaba y obnubilaba. 
Y fue en mi vanidosa pretensión de un día biografiarlo que me atrevía a indagar sobre su intimidad. 
¿Alguna vez estuvo enamorado? –le pregunté aquella fría noche de invierno de finales de los noventa.

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