por Roberto “Beto” Araújo
(O Capitão Cuaró,
la historia de un moreno
que legó nombre y alma a un barrio)
Todo empezó allá por marzo de 1892,
poco después de la segunda
“Revolta da Armada” en Santa Catarina,
donde la Marina Brasilera
se alzó contra la dictadura positivista de Floriano Peixoto
y si bien el movimiento fue rápidamente sofocado
por el Ejercito leal al Presidente,
los ecos de esa rebelión sacudieron la fibra revolucionaria
de los restauradores riograndenses,
quienes aprovecharon la bolada
para iniciar su propia movida.

Y por ahí aparece la figura mítica de Silveira Martins, Joca Tavares, Gumercindo Saraiva y sus maragatos, que desandaría en la Revolución Federalista que ensangrentara al sur brasilero desde el 93 al 95.
Pero esa es pera de otro peral, y algún día he de abundar sobre el asunto, pero no ha de ser hoy. Lo que hoy me ocupa es aquel movimiento de los insurgentes fronterizos, que aprovechando la anarquía producto de la migración de las fuerzas leales hacia el norte, para combatir a los marinos insurrectos, medio que dejaron en banda la frontera, apenas bajo la dirección de Joao Francisco, Nico Fernández y unos pocos fieles de las huestes republicanas.
Fue cuando los revolucionarios federalistas liderado por los Cabeda, los Vares y un nutrido contingente, avanzaron sobre Santana do Livramento e iniciaron una cruzada intentando ocupar la plaza, épicamente defendida por un puñado de republicanos mal montados y peor armados, que durante dos semanas resistieron con lo que podían, hasta que ya sobre el centro mismo de la ciudad, sobre la línea divisoria, vieron a su jefe caer gravemente herido con un chumbo en el pescuezo. Es así que resolvieron batirse en retirada, solicitando asilo a las autoridades uruguayas, que para el caso eran más afines a los invasores que a los defensores y se lo hicieron saber a los exilados, aconsejándoles que se alejaran del poblado, pues no tenían ni fuerzas suficientes (ni tampoco voluntad), de resistir a la embestida de los revolucionarios que amenazaban con invadir Rivera en procura de los “chimangos” en retirada.
Cuentan que a pedido del Comandante Fernández, herido de muerte, los exilados se aprestaban a partir rumbo al sur, cuando la providencial aparición de don Abelardo Márquez con un puñado de fieles, ofrecieron garantías a los republicanos si estos se refugiaban entre los barrancosos pasadizos de Rivera Chico, donde el capitán Cuaró, un moreno liberto que había sobrevivido a la masacre de Porongos, cuya guapeza y arrojo lo habían hecho digno de fama y respeto entre amigos y enemigos, tenía un rancho de palo a pique en la ribera de un cañadón (más o menos donde ahora queda la intersección de Artigas y Ansina).
Y para allí partieron los exilados, al mando provisorio de Salvador Sena Tambeiro, quien inmediatamente ordenó que sus menguadas fuerzas cavaran trincheras sobre la ladera norte del Cerro del Marco, mientras una pequeña guarnición de fusilería ocupaba la cima del Cerro para asegurar la ventaja estratégica, pero ante la embestida de los federalistas y sus aliados colorados, debieron ceder y refugiarse entre los matorrales de la línea y tendidos en formación de combate, hasta los bañados del Lagunón. Resistieron por diez días el embate enemigo, hasta que llegaron los refuerzos de Joao Francisco e Hipólito Ribeiro, quienes al fin derrotaron a los agresores, obligándolos a batirse en retirada rumbo a las Puntas de Rio Negro.
Pero son mentas que durante los diez días de martirio, dos veces la resistencia estuvo a punto de ceder y de no ser por el arrojo del Capitán Cuaró, quién en dos oportunidades cargó a lanza seca contra la vanguardia enemiga, abriendo una brecha entre los atacantes, la suerte corrida por los exilados debió de ser muy diferente.
Es dable recordar, además, que ya cuando nacía el décimo día de resistencia, los sitiados fueron hostigados de forma contundente, y cuando Cuaró se disponía a preparar una tercera carga, un tiro de fusil le partió la clavícula, tumbándolo trágicamente e hiriéndolo de muerte y apenas pudo en su agonía escuchar la clarinada de los refuerzos que bajaban de la cuchilla, en auxilio de los sitiados.
El Negro Cuaró murió el 18 de agosto de 1892, víctima de una hemorragia que le infectó el pulmón, y aun siendo atendido por el Dr. Hipólito Andrés da Cunha, quien a pedido de Joao Francisco hizo lo posible e imposible para poder salvarlo, todo su esfuerzo fue en vano.
El Negro Cuaró, o Capitão Cuaró, galardón adquirido durante la revolución Farroupilha y su épico protagonismo como vanguardia del heroico Escuadrón de Lanceros Negros, traicionados por sus mismos jerarcas, encabezados por David Canabarro, previo a la Paz de Ponche Verde, donde la libertad de los esclavos farrapos fue vilmente vendida por la oligarquía terrateniente, cuando lograban sus propósitos de mejorar el precio del charque.
El Negro Cuaró, quien logró fugarse entre los heridos arrastrándose por la maciega de Porongos y los bañados de Itaquí, quien pudo en ancas de un moro agenciado en una pulpería donde los comandos de vencidos y vencedores festejaban borrachos los términos de una paz nefasta, logró llegar hasta la frontera y se refugió matrereando por años entre los matorrales de lo que hoy es Rivera Chico, y cuya memoria le legó el apodo de una zona que hoy es barrio, y nace en la resistencia épica de quienes saben y sabrán decir “NO” a la arbitrariedad y al acomodo en todas sus formas y variedades.
El Negro Cuaró, o Capitão Cuaró, fue sepultado por orden del ya Coronel Joao Francisco, en la ladera del Cerro de Lagunón, siendo su sepulcro la piedra fundacional donde luego se enclavaría el Cementerio del mismo nombre que hasta hoy existe, y donde van los “Riverachiquenses de ley, a gozar de su merecido y póstumo descanso, como rindiéndose a la leyenda de aquel bravo que vivió y murió, en reivindicativa lucha en pos de la libertad.



















Excelente relato, desconocido talvez para mucho riverenses, ( en los que me incluyo), que forman parte de nuestra historia local.felicitaciones al autor y a vosotros por compartirlo.