El teniente Adamastor

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por Roberto “Beto” Araújo

La vida me ha premiado con el privilegio de tener muchísimos amigos.
Hermanos de la vida, como le gustaba decir a Perico.
Allá por noviembre de hace ya un par de años,
quizás un poco más, me llamó uno de estos y me dijo:
-“¿Que tienes pensado para fin de año?.
-“Y nada le dije”.
En verdad andaba muy corto de guita (pelado en fin),
y en tal situación  que voy andar bobeando con viajes y exquisiteces.

Pero para el caso no abundé en más detalles, con un seco “nada”,
me di por complacido.
Y apenas mencioné que no tenía nada previsto,
me cae la invitación con un dejo de intimación,
a que pasara con ellos ese fin de año.
Y le dije que sí, solo para no entrar en discordia,
pero ya sabiendo de antemano que al final no iría.
Una excusa cualquiera de última hora y listo.

Pocos días después me cae el voucher con el aéreo pago, destino Sao Paulo, para mí, para mi familia y para un par de amigos más de yapa.
Todo de “ronga”.
Que más puedo decir, que la pasamos de primera, algo reservado justicieramente para el mejor de los recuerdos.
Una fiesta peculiar al mejor estilo africano. Porque tanto Antony como Mateus, honran y reivindican su origen transatlántico.

Los conocí medio que por azar; por esas cosas que tiene el fútbol, que te lleva mucho más allá de lo que es la grada de una tribuna, de una templada tarde sabatina.

Pero el tema que me ocupa hoy no es precisamente esto, sino el hecho de que cuando Antony estuvo por acá por primera vez, y de esto ya hace unos cuantos años, lo primero que me pidió fue que lo llevara al Cementerio, pues quería saldar un viejo compromiso, contraído hace ya mucho tiempo y que involucraba a un fulano que un día había resuelto hacer de esta frontera el lecho de su sueño eterno.

La visita se fue posponiendo una y otra vez hasta que hace algunos días anduvo por acá nuevamente y resolvimos al fin cumplir con el compromiso de visitar al amigo.
Y por acá empieza lo que por lo menos a mi juicio resulta interesante de esta historia, que pretendo resumir en esta narración.
No nos costó demasiado dar con el nicho procurado, y cuál fue mi sorpresa de que al toparme con la lápida inmediatamente identifiqué en el retrato a mi viejo y querido amigo, “El Teniente Adamastor”.

Lo conocí allá por principio de los ochenta en el rancho de Juan Hunter, cuando arreciaba la lucha contra la tiranía y más de una tertulia nos la pasamos tanto en la sala de Redacción de A Plateia, como en la casa de su íntimo amigo Dr Apoitia, cuando era aquella residencia una trinchera donde se abrigaba la resistencia oriental contra la dictadura.

Yo era para entonces un gurí sin sombra de barba y él ya era por cierto un viejo luchador al límite de lo legendario, que tenía en su haber un largo curriculum de rebelde indomable, y ostentaba las cicatrices de más de un combate, tanto en la sublevación de Jefferson Cardin en Tres Pasos, como en la guerrilla de la sierra de Caparaó, en el centro brasileño.
Que había estado en África, engrosando el contingente de cubanos que dieron mucho más que su sangre en defensa de la causa popular del pueblo angolano lo sabía pues alguien, quizás el mismo Hunter o Apoitia, me lo habían referido.

Después yo me fui a Montevideo y la dictadura cayó y ya no volví a tener contacto con aquel grupo de insurgentes que nos amparaban en nuestros intentos alocados de enhebrar un movimiento revolucionario.
Para mí y mi entorno, la revolución depuso sus armas cuando las primeras brisas de la comodidad burguesa comenzaron a seducirnos, con sus deleites de banalidad y lujuria.
Pero ellos siguieron empeñados en la utopía de un mundo mejor, hasta los umbrales de su lápida, y quizás más allá aún.
Cuanto los envidio y como los extraño.

Pero en ese raro enmarañado del destino, otra vez me encontré frente a frente con el heroico Teniente Adamastor. Y fue por boca de Antony , donde pude componer una buena parte de la cada vez más interesante vida de ese combatiente, que sigue creciendo y creciendo rebasando los límites de la epopeya.
Fue en un combate en los suburbios de Malange, donde una bala de carabina le atravesó el brazo izquierdo a Adamastor y quedó alojada sobre el hombro.
Un contingente de la Cruz Roja lo sacó de arrastro por la selva y luego en un viaje por tierra con ribetes homéricos, terminó muy lejos, en una distante aldea de la jungla nigeriana.

Tres años anduvo por allí Adamastor en cuanto se reponía y, según la versión creíble de Antony, el Teniente se terminó enredando con una voluptuosa morena con la que al final tuvo dos hijos.
Pero Adamastor, con su temple dicharachero y gentil, dejó por aquellos lares mucho más que dos críos, a quienes después ese monstruo grande de la guerra mataría. Dejó además, una prolífera cosecha de amistades entre las que se contaba el padre de Antony, que a la postre le habría de financiar el pasaje de vuelta a la Argentina primero y a Brasil después, cuando ya los vientos de la democracia indultaran a los insurrectos de los sesenta.

Cuando me enteré que Antony se postulaba para Vereador, allá por las bandas de Hortolandia (SP), y que el partido elegido era precisamente el Pc do B, no pude ocultar mi curiosidad de comprender como un inmigrante africano, de formación cristiana,  bien sucedido en el mundo empresarial, elegía una tendencia tan poco ortodoxa para su postulación.

Y la respuesta que hizo eco en la ronca voz de mi amigo fue:
“Fui do PC do B, muito antes de ser brasileiro”.
Y su mirada se pierde en el vacío, como procurando en el horizonte una sombra fresca de su niñez africana, donde el Teniente Adamastor le iba diseñando palmo a palmo, los paisajes de la lejana América brasilera, donde un día el destino habría de darle un guiño, para que pudiera al fin hacer allí el mundo mejor, ese que yo ya ni espero y por supuesto, por el cual ya no  lucho.

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