por Wilson Frechero
…al acercarse a la costa, el suelo se había transformado en algo difícil de caminar.
Entre aquellos guijarros redondeados, los pies de aquel joven, así lo sentían.
Ante tal dificultad, el grupo entero, siguiendo a los hombres de mayor edad,
desvió su rumbo hacia adentro del campo.
Al hacerlo, aquella comunidad de no más de 40 o 50 individuos,
atravesó un pequeño matorral costero,
y se encontró a los pies de una suave elevación.
Las mujeres, encargadas de la recolección,
sabían identificar los mejores lugares donde encontrar los frutos, tubérculos
y todo aquello que conformaba su alimentación.
Por lo tanto, era un buen sitio para hacer un alto en la marcha,
además de que la inclinación del sol ya indicaba
que era el tiempo de preparar los refugios para protegerse de la noche.
Siguieron un tramo más hacia la cima de aquel cerro, buscando un llano donde acomodar los pocos elementos que transportaban y protegerse de los vientos predominantes.
Aquel joven disfrutaba de esos momentos, siempre le gustaba quedarse un tiempo en un lugar, lo que le permitía tomar contacto con los elementos que lo rodeaban.
Durante el trayecto ya habían recolectado abundantes manojos de enramada, que con los arbustos locales, lo transformaban en un espacio cóncavo, como para el descanso de cuatro individuos.
Al poco tiempo, esas construcciones formaban algo así como una pequeña aldea transitoria. Aquellas noches, en torno al fuego, eran una delicia para ese joven.
En esos ratos, los hombres tenían la habilidad de hablar todos a la vez, en una mezcla de sonidos guturales, imitando a los animales que formaban parte de sus historias de caza.
Esa noche se acurrucó en su espacio con la ansiedad de descubrir el lugar al día siguiente.
Le costó dormirse, a pesar de los cuentos de los hombres, que con esfuerzo, marcando líneas en el piso, y utilizando piedras, intentaban hacer entender aquellas cacerías, él prefería las historias de las mujeres. Ellas ….hablaban de otras cosas.
Recordaba particularmente, cuando en una tarde, donde un pequeño arroyo entraba al mar, una de esas mujeres, con varios guijarros redondeados en sus manos, contaba que eran las lágrimas de un gran pez que al ser alcanzado por un rayo, en plena tormenta y sacando todo su cuerpo fuera del agua, había soltado todas esas lagrimas que se endurecieron al contacto con la tierra.
En esos momentos, su cabeza trataba de dar forma a lo desconocido. De tratar de imaginar cómo era ese pez y cuanto dolor habría sentido para soltar tantas lágrimas. Le era difícil dar nombre o forma a lo nunca visto.
La mañana amaneció con un clima amable, comenzaba la época de los nuevos brotes. Los hombres se organizaban para la caza con sus armas de varas duras y puntas de pedernal y cuarzo.
Las mujeres, cada una con un morral hecho de piel, salieron en pequeños grupos y diferentes direcciones para comenzar la recolección. Las jóvenes niñas acompañaban a sus madres e imitaban su comportamiento en forma instintiva, mientras atentamente aprendían de lo comestible y de lo que no. Los jóvenes varones, con otras aspiraciones, añoraban su primer día de caza, mientras tanto preferían hacer pequeñas excursiones fuera de aquellos grupos buscando alguna novedad, pero sin perder nunca de vista a la mujer de referencia.
Así fue que una vez que la loma del cerro les permitió ver hacia el otro lado, descubrieron un gran peñasco elevándose a cierta distancia. Su forma en punta de flecha, coronada en piedra gris, alcanzó para que alguna de las mujeres hiciera su explicación mágica y acogedora, siempre ante la atenta mirada de aquellos jóvenes.
Esa noche, decidieron quedarse algún tiempo allí. No solo por la buena caza del día, consistentes en dos Carpinchos y un Guazubirá, sino también por el hecho de que en la ladera opuesta al mar, y a flor de suelo, existía un sector importante con la piedra que servía para construir sus herramientas.
Esa noche además del bullicio de los hombres, hubo carne asada.
Al día siguiente, los jóvenes varones, tenían que quedarse con los hombres que fabricaban las herramientas. Debían adquirir esa habilidad, ya que dentro de un tiempo serían ellos los fabricantes.
Toscamente trataba de golpear la piedra, que terminaría siendo la herramienta, con otra más dura, intentando sacarle pequeñas lascas que irían conformando el producto final.
En ese momento, lo que le parecía más interesante y divertido eran las pequeñas chispas que cada tanto brotaba de aquellos golpes.
Sin que el grupo lo advirtiera, se fue retirando lentamente hacia un lugar más prometedor.
Hacía un par de mañanas que, sentado sobre sus talones, perdía su mirada rumbo al mar. Esa inmensidad lo atrapaba y no entendía donde nacía esa sensación. Como otras cosas, esa mezcla de miedo, paz, curiosidad, se asemejaba mucho a la contemplación de aquel disco luminosos que por las noches, cuando el cielo lo permitía, iba cambiando de forma y de color según donde se encontrara. Lo mismo le pasaba con el mar, que a esa altura del cerro, tomaba unas dimensiones aún mayores.
Pudo más su corazón que su razón, y sin que el grupo lo notara, comenzó a descender hacia la costa.
Aunque el trayecto, implicaba menos de una hora, el tiempo se multiplico debido a la cantidad de aventuras que se le fueron presentando.
Supo correr un grupo de apereás, los cuales siempre fueron más rápidos que él, o quedarse en la contemplación de tres charabones que no se despegaban de su madre, la cual ante su presencia, abría sus alas en actitud protectora y amenazadora.
En un momento, cuando volvió su atención nuevamente hacia el mar, noto que una faja gris oscura se presentaba justo en la línea donde se juntaba con el cielo.
Y a pesar de que una brisa diferente le pego en el rostro, no le dio importancia.
Cuando atravesó el último grupo de matorral nativo, quedó frente a frente con aquella inmensidad que tanto lo perturbaba.
Sin darse cuenta, aún embelesado por lo que veía, el clima había cambiado. Aquel mar tranquilo se había transformado en un grupo de olas constantes que alternaban la visión del horizonte bajo un ya encapotado cielo gris.
Lentamente y con cierto temor, se animó a meterse hasta que el agua cubrió sus tobillos.
De pronto, entre un mar ya tormentoso, una enorme cola de pez surgió frente a él, una espléndida ballena, con su pequeña cría, emergía cada tanto mostrando la curvatura de su oscura piel.
Habían comenzado los relámpagos con las primeras gotas de lluvia, y aquel joven recordó el cuento de las lágrimas del gran pez. y se desesperó. Entonces corrió, y agitando los brazos intentaba hacer señas al animal para que se fuera lo antes posible.
Mientras tanto el animal, alternaba su salida, entre las olas de un mar ya descontrolado. La angustia y la desesperación, hacía correr al joven en torno a los sitios donde aparecía aquella criatura. Repitiendo una y otra vez la carrera desesperada intentando que lo viera.
Pensando lo peor, abundantes lágrimas comenzaron a correr por su rostro confundiéndose con la intensidad de la lluvia. Al aumentar la tormenta, la visión se hizo cada vez más confusa y para poder ver se adentró, sin dejar de agitar los brazos, algo más entre las olas.
Hasta que una intensa luz transformó la escena, en una fracción de segundo, en una inmensa y dramática fotografía del lugar. Un silencio profundo se instaló, luego de aquel sonido que parecía salir de los tambores de algún dios enfurecido.
Al amanecer del día siguiente, algunas mujeres, reunidas sobre el suelo encharcado, comentaban la falta del joven y cargando cada una su morral, salieron en su búsqueda.
Uno de los grupos bajo hacia la costa.
Al atravesar el matorral costero, una extensa faja de arena, de un extremo rocoso al otro, se les interpuso ante el mar. El joven no estaba, entonces aprovecharon a recoger pequeños moluscos que llevarían para comer con el grupo una vez que se reunieran.
Era el último día, antes de continuar la marcha. Esa noche, sin hablarlo, el fuego lo hicieron en la costa, sobre esa hermosa faja de arena frente a un mar, ahora tranquilo.
Nadie se dio cuenta, pero esa arena, eran todas las lágrimas de aquel joven que ante del dolor del gran pez, se iban convirtiendo en pequeños trozos de cuarzo blanco al contacto con el suelo. De esto, hace 13000 años… aquel grupo siguió su marcha, pero los grupos actuales tienen por costumbre recorrer esa hermosa faja de costa, recogiendo cada tanto alguna lágrima de aquel joven angustiado por el posible dolor de una ballena.
Cuento ganador del concurso literario “Hace 13.000 años…”, organizado por Comisión de Vecinos del Cerro de los Burros y Taller Literario ¿Qué contás?.


















