Juan

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por Wilson Frechero


Cuando llegué,
había poca gente.
En la puerta,
recostados,
los restos de un tambor.

Lo conocía de hace tiempo.
No sé si podría hablar de amistad,
era de esas personas que te dejaban a medio camino
entre algo más que un conocido,
pero me daba cuenta de que en algunos temas
había barreras infranqueables
que mantenía celosamente.

Recuerdo la primera vez que lo vi. Pasaba casualmente por la puerta de su rancho, como él lo llamaba, y quedé prendado a un ritmo manso y cadencioso de un tambor que salía de la parte trasera.

El pequeño rancho tenía en uno de sus costados un pasaje entre el alambrado vecino y la castigada pared encalada a brocha, donde el piso suponía un pasado de baldosas de portland color gris. Y por ahí me metí.

Luego de golpear las palmas, con un grito de permiso, pasé sin esperar la respuesta.

Allí estaba el, bajo una vieja higuera, sentado en un pequeño banco de madera, tenía entre sus piernas el tambor del cual salía el ritmo que me invitó a pasar.

Al verme, no dejó de tocar y con una suave cabeceada me invito a sentarme y con la punta de la alpargata empujo un pequeño vaso de vino que tenía en el piso hacia donde yo estaba, en señal de bienvenida.

El negro Juan no tenía que decir palabras, sus gestos y la expresión de su cara sobraba para hacer sentir bien al extraño. Esa vez, hablamos poco, o mejor dicho hablamos poco con palabras. Prefería disfrutar de aquel sonido que le arrancaba a la lonja quea veces gritaba de felicidad plena y otras se enterraba en la más profunda nostalgia.

Juan vivía solo, era un viejo trabajador de una curtiembre y las manchas de sus blancuzcas palmas daban crédito de ello. Canoso, pero no del todo, de voz dura y carrasposa, siempre prefería hablar mientras tocaba, en una fusión fantástica entre su garganta, el alma y su tamboril.

Generalmente, cuando tenía tiempo, me iba al rancho de Juan. Y sin decirlo, combinamos en que yo llevaba el vino y él le ponía ritmo a la charla.

Juan nunca hablaba mucho, no era necesario.

Y así fui armando algo de la historia de Juan. Desde la barrica de yerba que el padre de su padre consiguió no bien bajó del barco y escondió entre sus pocos trapos para luego vaciarla y con un cuero reseco de aquel barracón logró tener su primer tambor. Al terminar cada jornada, ya de noche, se apartaba con su barrica y alguna galleta que había quedado del mediodía, a tocar y conectarse con sus pares y sus dioses.

Y aquel padre del padre formó pareja con una negra empleada de una familia acomodada de aquella nobel ciudad y fue tal su amor, que la vida le regaló cinco hijos, de los cuales tres, fueron tambores.

Uno de ellos fue el padre de Juan.

En su niñez lustraba zapatos en el mercado y pegándole al cajón con su mano y la lata de pomada, le sacaba ese sonido que acompañaba con el pregón de su tarea.

Con el tiempo consiguió su “piano” que lo acompañó toda su vida. Siempre decía que, de la terna, el piano era el que le daba alma al ritmo y así lo hacía sonar.

Cuando nació Juan, la felicidad de ese negro fue plena. Ni bien pudo, y siempre a contrapelo de la madre, lo llevaba en los hombros a caminar entre las fogatas donde se juntaban los negros a templar las lonjas antes de cada salida.

Para Juan esas noches eran mágicas. Las llamas, el resplandor en los rostros, donde a veces le daban un palo para golpear una lonja, y donde fue entendiendo lo sagrado de aquella ceremonia. Eran como caballeros velando las armas, en cuclillas, con sus ojos fijos en el fuego, tanteando el punto justo para ese pentagrama que solo estaba escrito en el pecho de cada uno.

Su padre le decía que todo ese rito era necesario, porque el sonido tenía que elevarse de la tierra y llegar lo más alto posible. Y esa charla entre el trío detambores, tenía que ser la más fuerte, pero a la vez armoniosa, demostrando con ello la hermandad y la unidad de aquella raza; y que el tambor no se prestaba, ya que se nutría del alma de quien lo tocara.

El padre le permitió pintar parte de la madera, para de algún modo compartir los dos aquel instrumento elemental y poderoso. Juan, le dibujó una pequeña media luna amarilla con un borde azul sobre uno de los costados; costado que, orgullosamente siempre se preocupó que quedara a la vista cada vez que lo calzaba para su marcha.

El padre de Juan murió joven. Un golpe terrible para aquel hijo único que de repente se quedó solo en su cuarto, mirando el rincón donde se encontraba ese piano quieto y silencioso.

Esa tarde lo abrazó y nunca más lo soltó. Era el mismo que Juan apretaba entre sus muslos para hacer bajar sus dioses y su gente.

Del resto de su vida, no supe mucho más. Respetaba profundamente esos silencios y los momentos que generosamente me permitió compartir.

Su soledad me intrigaba. Salvo aquella tarde que con ojos humedecidos y solo con la yema de los dedos, tocando al borde del piano como para hacer que el sonido viniera de allá lejos, con su voz muy ronca y baja, dejo escapar aquellos versos…

Morena de tez lobuna

Es de aceituna tu piel

Tus dientes color de luna

Pero tus ojos de miel….

En un ritmo lejano, que Juan acompañaba con un tarareo haciendo las maderas, meneando la cabeza, saboreando cada sonido. Sin duda dibujaba en su alma aquella morena girando con su vestido blanco en algún lugar remoto y atemporal.

Ese día, el sonido del tambor se fue apagando lento y suave, terminando en una especie de arrullo manso y cadencioso. Al terminar, pude escuchar una lágrima caer sobre la lonja. Ahí me di cuenta de que en ese momento era un intruso y me fui sin decir palabra.

Nunca más le escuché repetir esos versos, tampoco le pregunté.

***

En la sala la gente especulaba sobre las razones de la decisión de Juan. Deudas, enfermedades, alcohol, entre algunos de los temas que los conocidos y pocos vecinos que estaban, trataban de imaginar.

Pero creo poder asegurar lo que pasó. El negro Juan, con el susurro de sus voces interiores, calzando su piano en el hombro izquierdo, y seguido por sus dioses, que bailaban en un bacanal de lonjas de arrolladores repiques, subió hasta aquella altura y al borde del abismo giró su rostro, tomó con su mano derecha la mano de aquella morena de tez lobuna y luego de una sonrisa, se lanzaron los tres al vacío.

Quizás no supo a quién dejar ese piano y era el punto final de esa cadena de palmas blanquecinas y manchadas que llegaba hasta aquella barrica de cuero reseco. Quizás, en sus diálogos internos, el negro Juan decidió volver a las fogatas en aquellos hombros sin dejar de mirar los eternos giros de la falda blanca de su morena de tez lobuna.

Al salir, para despedirme, apoyé unos segundos mi mano sobre los restos de aquel tamboril, apenas quedaban algunas duelas rotas y doloridas.

En silencio -como al decir de su padre- su sonido ya se había ido con su alma.

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