por Eduardo Raphael Ficher.
Cuando tocó el suelo,
sintió un profundo dolor en el hombro derecho.
Un dolor que bajaba por su brazo hasta casi llegarle al codo.
Era un dolor jugoso, sangrante y algo frío al principio,
pero caliente después.
A medida que chorreaba la sangre, pudo ver como el trozo de hierro, que sobresalía en una voraz punta, brillaba con el tono violáceo de la sangre, ante la luz del sol.
Ana solo tenía 12 años, y al caerse deseó ser un poco más joven por primera vez en su vida.
Era su casa, la conocía desde que supo que tenía memoria, pero al resbalarse en el suelo, no olfateó el peligro de la lámpara que su madre recién había comprado. Rompió con sus 25 kilos el vidrio del aparato, y un trozo metálico le abrió un surco en la carne, dejando un colgajo de piel que tambaleaba en el aire desde su brazo.
Se desmayó cuando vio la magnitud de la herida.
Desde entonces, con médicos de por medio, cosiendo carne suelta, madre y padre a los gritos echándose culpas imposibles, tuvo que enfocar la mirada en un punto fijo en la pared del sanatorio para no sentir dolor.
Unos meses después, apareció la cicatriz que la acompañaría toda su vida.
Su brazo tomaba la apariencia de un embutido de mala calidad, pero al deshincharse, mejoró un poco. Adquiría otras tonalidades y las vetas en la piel no eran tan horribles.
Le molestaba moverlo de manera brusca y hasta podía sentir su hueso, el cual había sido levemente masticado por el hierro que se encontraba en el interior de la lámpara.
Su piel de bronce, se estiraba y quedaba como una vejiga sobre inflada, y parecía que iba a ceder ante la fuerza que hacía al doblar su codo.
Los años pasaron y la cicatriz quedó como un brutal recordatorio de aquella tarde en la que jugaba sola en su casa.
Trataba se esconder su cicatriz usando ropas de mangas largas, tules y vestidos que colgaban de sus brazos.
A los 17 años, en un baile juvenil, un muchacho entrado en copas, cedió al tocar su brazo. Se notaba en la cara del joven, el asco que le provocó tocar aquella segunda columna vertebral que se asemejaba al esqueleto de una serpiente estampado en el brazo de la bella joven.
Ana lloró mucho. Maldiciendo el día de su caída y raspando con las uñas su cicatriz.
Pasaba mucho tiempo tocándose lo que una vez estuvo abierto y cantando con lenguas de sangre, se acariciaba aquel lagarto y cuando lo veía de perfil en el espejo, volvía de golpe a quedarse de frente, mirando la profundidad de sus ojos de agua, o apreciando sus senos que crecían a la par de la edad.
Todos parecían prestar demasiada atención a su brazo. Las miradas imantadas eran recurrentes y la joven se hacía cada vez más oscura de corazón, más tímida y más triste.
Murmullos en los baños de mujeres, apodos malditos y la constante picazón que le provocaba la herida, que parecía nunca curar del todo. Era algo que le había pinchado hasta el alma.
Una noche conoció a Arturo. Un hombre de mirada triste, como la de ella.
Charlaron mucho tiempo y luego él se fue unos días al interior, pero siguieron su conversación a través de una red social.
Cuando Arturo volvió, ella lo fue a esperar a la terminal. El muchacho bajó del ómnibus y la beso en los labios tomándola fuertemente de los dos brazos.
Era obvio que había sentido la profundidad de la cicatriz y su textura, pero no se inmutó. Ana, por primera vez en muchos años, sintió que el escozor de su brazo, desaparecía.
El amor creció rápidamente y sin pudores. Ana no tuvo tiempo de sentirlos.
Arturo la amaba todas las veces que podría, de una manera tan intensa, que luego de hacer el amor, se quedaban dormidos casi que al instante, inundados por un sueño sin ensueño, sin otro recordatorio más que el placer.
Arturo se dejaba llevar por el sueño también, no sin antes apoyar su mano en la cicatriz de Ana. Dejaba que sus dedos recorrieran toda la extensión de la antigua herida, presionando con sus yemas los puntos más profundos, acariciando con restos de saliva los hoyuelos de las miserables agujas de sutura, y por fin, reptando hasta el punto final en el codo, donde la mano de Arturo también se dormía.
El ritual se repetía siempre. Ana lo dejaba hacer. Era Arturo el que le desencadenaba la angustia, por lo tanto Arturo tocaba todo. Ana se dejaba, se dejaba hacer.
Algunos años pasaron. La rutina hico meya en la relación, pero nunca dejaron escapar el amor.
Una noche Arturo llegó tarde a su casa. Ana lo estaba esperando. Él, sufría un dolor intenso (vaya a saber que avatar de la vida le había tocado en aquel año turbulento) y se prendió del brazo semidesnudo de su pareja. Increíblemente, una lágrima de tristeza rodó por el cuenco de la cicatriz, acariciando el brazo de Ana de una manera tan dulce, que le estremeció el alma de los huesos de tal forma que la muchacha no pudo contener el temblor que sacudía sus piernas de bronce.
Esa noche hicieron el amor frenéticamente, y al terminar…la mano de Arturo, y Ana sonriendo ante la caricia que había memorizado.
Exactamente un año después de esa noche, Arturo fallecía en un accidente automovilístico.
Al igual que Ana, un hierro lo hirió, pero en vez de solo lastimarlo, le atravesó el corazón y lo mató instantáneamente.
Ana no tenía consuelo y otras cicatrices amanecieron en sus pulsos y por otros lugares, pero no pudo irse con él.
Quizá todos los lectores ya saben el final de este cuento, pero lo voy a seguir escribiendo igual.
Ana se miró al espejo, contempló su enorme serpiente y la comparó con otras que eran más chicas. Se acordó de Arturo y pensó en las flores del funeral.
Se acordó de su rostro en el ataúd y de su voz de pantera negra.
Se acostó y levemente giró su cuerpo hacia la derecha. dejando su brazo marcado totalmente descubierto. No supo sentir miedo al percibir una caricia en su cicatriz.
Unos dedos fríos que fregaban sus uñas contra su carne de mujer.




















Muy bueno, Raphael. Llevado con maestría y manteniendo siempre la tensión.