Cuando los campeones del mundo eran vecinos del barrio (II)

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por Mauro Barboza

 

Como todo adolescente,quise ser jugador de fútbol. Yo me defendía bastante bien en los picados de barrio, pero jugar profesionalmente era otra cosa.  Estuve practicando en la 5ª de Wanderers. Yo jugaba como puntero derecho, pero en esta división había un chueco desgarbado que era el dueño absoluto del puesto.

Era tan pero tan chueco, que podría transportar cómodamente un bombo entre sus piernas. La cosa es que el muchacho la descosía y por si fuera poco tenía un taponazo que agujereaba literalmente cualquier barrera. Comprendí que mientras estuviera ese chuequito yo tenía tanta chance de jugar como de conocer a Brigitte Bardot, que estaba en las fantasías de todos los adolescentes y algo más por esa época (“Y Dios creó a la mujer”, ¡ay mamita!).

Se llamaba Francisco “Tano” Bertochi, ese año fue goleador del uruguayo de la divisional,  un par de años después ya jugaba en primera, y fue uno de los mejores jugadores que vi en mi vida, lo juro. Creo que jugó en Ecuador y en México, pero quiso su mala suerte de que en ese tiempo el mercado europeo estaba cerrado para los jugadores latinoamericanos, si no, ríanse de Beckham, el “Tano” era un jugador de ese estilo, pero mucho más contundente.
En fin, que yo me fui a practicar al desaparecido Mar de Fondo, uno de los tantos clubes de barrio que cayó bajo “la piqueta fatal”, y que por esa época militaba en la B. Allí parecía que tenía un lugar, que podía jugar, ¡pero la interna era muy difícil! Después que en las prácticas intentaron romperme una pierna dos o tres veces, porque yo no era del barrio y ellos sí – estamos hablando del Palermo, ¿se acuerdan?-, porque yo no era de la barra brava del club, era su rival, resolví que era mejor salvar mi integridad física y no volví.

Entonces le tocó el turno a Defensor. Fui con varios amigos del barrio a una práctica de aspirantes, después a otra, después a otra, hasta que me dijeron “mirá pibe, tenés condiciones, pero será mejor que vuelvas el año próximo, cuando  desarrolles un poco más el físico”. ¿Cuándo desarrolle el físico? ¿Y eso cómo se hace? Entonces pesaba sesenta quilos, hoy peso más de noventa, pero no creo que sea ese el desarrollo al que se refería el técnico.
Resignado al fútbol amateur, comencé un periplo por clubes de barrio y clubes de amigos, como el que se formó en el Círculo Universitario de Ajedrez. Aunque parezca increíble, había varios que jugaban bastante bien, y que hoy son profesionales médicos o abogados, periodistas, músicos, docentes, etc., en fin, cualquier cosa, menos ajedrecistas o futbolistas. Recuerdo un par de anécdotas de este equipo. Una fue un desafío contra el Club de Tango Guardia Nueva, que funcionaba en un sótano ahí por la calle Soriano, al lado de Magisterio.

Este club era liderado por un aficionado conocido como “el Chileno”, que armó un equipo de fútbol entre los habitués- nosotros también caíamos por allí de vez en cuando- y se creyó que fútbol y tango eran la misma cosa y nos desafió a un partido “por el honor”. El resultado de ese partido fue que ganamos ¡14 a 0! No, no es una ilusión óptica, ese fue el resultado, y yo anoté cuatro o cinco. ¡Cómo sería la cañada que el gato la pasó al trote!, como decía mi padre. Pero la anécdota no es esa, lo gracioso del asunto es que unos días después el Chileno y un par de acólitos se presentaron en el club de ajedrez con una carta que él mismo había redactado en la cual explicaba cuidadosamente las circunstancias irregulares que habían rodeado el partido, sus reservas sobre la moral del árbitro, los inconvenientes que habían sufrido en su preparación y las nulidad o casualidad de las jugadas previas a cada uno de nuestros goles, ¡los 14 goles!, y un montón de cosas más. Lo recuerdo parado sobre una silla, leyendo su reivindicación a voz en cuello, con grandes ademanes y reclamando una revancha que por supuesto nunca se jugó. Lamento no haber conservado esa carta, falta de previsión de mi parte, era una pieza realmente magistral del mejor humor que haya visto en mi vida.

La otra tuvo que ver con una monumental gresca que yo mismo provoqué pero en la que no participé. Ocurrió en un amistoso contra un cuadro que si no recuerdo mal era del siempre belicoso gremio de taxistas. Todo empezó cuando le hice una moña a un canario grandote que me tiró flor de viaje, por suerte no me dio, pero al momento me ganó la irritación y pegué el grito: “¡Qué haces hijo de puta, la concha de tu madre!”. Al canario se le inyectaron los ojos de sangre, me venía buscando hacía rato porque ya le había hecho un par de caños, mi debilidad, siempre me gustó tirar caños. Agreguen a eso el insulto, se me vino al humo al grito de: “¡A la madre nunca!”. Ahí nomás se armó la de San Quintín, todos contra todos, yo pude esquivar al canario, pero no sé de donde me cayó un mamporro que me dejó fuera de combate en las primeras de cambio.
Cuando me recuperé un poco ya el lío empezaba a aflojar, porque algunos mayores se interpusieron y consiguieron separar a los beligerantes. Tres o cuatro compañeros recibieron contusiones leves, y cuando después me reclamaban por haber encendido la mecha yo me defendía diciendo que no había participado para nada en la pelea, lo cual era verdad en cierta forma, ¡si a la primera piña me pusieron a flotar en las nubes!

Sin embargo habitualmente nuestros encuentros no eran tan violentos. Eran encuentros de camaradería que terminaban satisfactoriamente para todos. Por esa época incursioné en la Liga Universitaria, donde jugué en Universitario Rivera y unos años después en Liverpool Universitario. De esos tiempos me vienen a la memoria los madrugones gélidos de los domingos para ir a jugar a las canchas del Ferrocarril, en Colón, lo cual constituía un verdadero sacrificio, pero que afrontábamos igual con el disfrute y la pasión de los veinte años.

El otro recuerdo que conservo es el carnet de jugador de  la liga, firmado por quien era en ese entonces su presidente, nada menos que el Dr. Tabaré Vázquez. El Liverpool Universitario, recién fundado, era un firme aspirante a ascender a las categorías superiores de  la Liga, pero se desintegró cuando al alma mater del cuadro, un estudiante de Derecho, Carlitos Rosas, lo fueron a buscar una noche las Fuerzas Conjuntas. No estaba en su casa, por suerte, pero tuvo que evaporarse. Creo que se fue a la Argentina, y nunca más supe nada de él. Como siguieron investigando a los demás miembros del equipo, sospechando que se trataba de una célula subversiva, creímos conveniente desafiliarnos  y abandonar silenciosamente la cancha. Una sabia decisión por esa época, allá por el 75 si no recuerdo mal, ¡han pasado tantos años!

Pero aún siento un gran cariño por aquellos tiempos,  y cuando vuelvo a ellos por algún motivo, como ahora, siento que me llega desde muy lejos, como en un suspiro, el indeleble aroma de la juventud.

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