Los sueños perdidos

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por Wilson Frechero

Fue en la época en que los hombres
ya eran dueños del fuego.
Solo aquellos que lo controlaban,
lo usaban para sus cultos,
pequeñas ceremonias y rituales.
Y en esa pequeña comunidad,
que conformaba el barrio,
estaban los que lo usaban
para cocinar alimentos.



Algunos transformaban el barro en cerámica
y otros con la forja, moldeaban el hierro.
Y allí estaban también las guardianas del otoño,
que en pequeños grupos a lo largo de la cuadra,
transformaban las hojas secas en humo,
mientras montaban guardia
con sus antebrazos apoyados en las escobas.

Y así, el fuego se integró a lo cotidiano.



Pero cuando este elemento tomaba una dimensión mágica, era el 24 de diciembre.

Allí, en una gran pira central, hecha de viejas maderas, hojas de palmera y todo lo pasible de combustión, en un cruce de calles, se quemaba a un muñeco hecho de trapo, al que llamaban “el Juda”.

Aquel fuego de origen ancestral, representaba muchas cosas. Para algunos era el triunfo del bien sobre el mal, donde su poder purificador limpiaba el comienzo del nuevo año.
Para otros tenía significado religioso y para algunos, un acto pagano de festejo, pero donde todos coincidían con una esperanza futura.

En esa época, las personas llenaban las ropas de ese muñeco con pequeños sobres y papeles donde escribían sus deseos para el año que comenzaba. Y así, con la quema, aquellos deseos subían hasta donde se encontraban los Dioses.

Y sabían que ese fuego le gustaba tanto a los Dioses, que estos se apiadaban de la gente y terminaban concediendo sus deseos.

Esas peticiones iban desde los más sencillo hasta lo más íntimo. Como recuperar una mascota perdida, salvar una deuda, superar una enfermedad o encontrar el amor de su vida. Todos sabían que hasta un rato antes de medianoche, podían llegar con esos pedidos escritos, portadores de sus sueños.

Y allí se quedaban, a cierta distancia, hasta la medianoche, que era cuando se iniciaba el fuego.
Hasta esa nochebuena en la cual al momento en que las llamas tomaban su mayor dimensión, se levantó un ventarrón que transformó aquella fogata en un verdadero pandemónium.

Y en ese remolino infernal, comenzaron a volar los restos encendidos en esa columna de humo y fuego, al punto que la gente se vio amenazada y comenzó a correr buscando refugio.

El viento duró lo que duró el fuego.
El barrio amaneció entre los restos de aquella turbonada.

Algunos hablaban de un mal presagio y otros, como Rosita, la profesora de literatura, afirmaban que era una revancha de Zeus hacia Prometeo, el cual le había robado el fuego mientras dormía, para dárselo a los hombres, por lo que ordenó a Eolo (el dios del viento), provocar la tremenda tormenta.

En cambio Antonino, el cura de la Iglesia, hablaba de la consecuencia de una fiesta pagana, mientras Venancio, el viejo anarco, solo se encomendaba a una casual consecuencia del clima.

Cada uno lo veía a su manera y todo quedó en lo anecdótico, hasta que comenzaron a verse las consecuencias.

Al comienzo del próximo año, entre otras cosas, Pedrito el zapatero adoptó un perro que se le instaló en el taller, a doña Carmen de golpe le crecieron los pechos, Tito, el camionero, recibió una herencia de un desconocido y el Cura una carta de amor, pero nunca contó de quien era.

Aquella turbonada había mezclado todos los deseos.

Y allí comenzó la costumbre de las charlas en voz baja, de miradas cómplices, en esa comunidad de gente sencilla en la cual uno podía ver en el otro, reflejado su sueño.

Y aunque el tiempo lo llamó chusmerío, esos grupos de charlas de vecinos hablando del otro, no eran otra cosa que el deseo de cada uno de ubicar su propio sueño.

Y aunque la costumbre persiste, nunca consideraron que los sueños, al cumplirse, pierden la condición de tal, por lo tanto, por más que sigan intentando, nunca lo averiguarán.

Eso sí, fue la última nochebuena donde colocaron sus deseos. Nadie quería arriesgarse nuevamente a perder algún sueño.

Desde ese año, al muñeco traidor lo rellenan de cuetes para que el ruido aturda a los Dioses, por si acaso algún vecino aún le pone su pedido.

Y en el Bar Galicia, cuando el alcohol afloja alguna lengua y se especula sobre quien habría pedido los pechos de Carmen, unos miran al piso, otros sueltan una tos incómoda, pero nadie se anima a contestar.

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3 Comentarios

  1. Buenísimo Karina, lo de Jacinto Vera, los cambios se suceden como el pasar del tiempo y hay cosas que nos negamos a perder, hay otros pueblos que veneran y respetan a su historia y ello va generaciones en generación. ” Cosas que pasan “

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