Mujeres de pensión (Cap II)

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por Mauro Barboza

Primeras experiencias, Raquelita.

Y de repente, heme aquí,
inmerso en la vida de la metrópolis montevideana
y ansioso de nuevas experiencias.
Mis primeros escarceos fueron “de vereda” nomás,
con algunas jovencitas montevideanas
siempre más maduras
y emprendedoras que sus coetáneos,
sobre todo un provincianito, como yo.


Por esos días iniciaba el liceo en Montevideo, y recuerdo las inscripciones en los bancos y paredes, menos abundantes que ahora pero ya frecuentes. Las “niñas” de doce a quince años escribían cosas como “Fulano, estás divino”, o “te amo”, o algo más explícito “estás de rechupete”, “si te agarro…” y cosas por el estilo, mientras los varones escribían: “manya (o bolso) capo”, “bolso (o manya) puto” (¡cuánto ingenio!) y otras pelotudeces por el estilo.

Y a comienzos de año llegó a la pensión una muchachita del interior, de cuyo nombre no quiero acordarme, a la que llamaré Raquelita para evitar alguna tardía recriminación. Tenía trece años, y llegó con un par de tías ancianas, una de las cuales estaba gestionando una pensión como “hija de servidor”, trámite infinito y kafkiano por aquellos tiempos, cuando todavía había “servidores de la patria”.
Raquel las acompañaba y las servía. Había sido criada por ellas, sus padres eran trabajadores rurales, con muchos hijos y miseria crónica. Las precariedades de su infancia le habían provocado o acentuado un problema bronquial que amenazaba su salud, por lo que la estadía en Montevideo se aprovechaba para hacerle unos estudios en el Clínicas, que dicho sea de paso nunca supe en que terminaron.

Pero “lo que le faltaba de aquí, le sobraba de allá”, como dice Lazarillo refiriéndose al ciego. Siempre he pensado, porque mis propias y escasas experiencias me lo han demostrado, que las muchachitas del campo son bastante menos ingenuas de lo que un poco inocentemente pensaron poetas y narradores que idealizaron a pastoras y campesinas. Recuerdo al pasar a “la casta Marcela” de Cervantes, ser asexuado y “feminista” (!) según algunas ensayistas contemporáneas, o las “limpias mujeres vestidas de percales” de Julio Herrera y Reissig, inspirado seguramente en las frías y estáticas láminas que cubrían las paredes de La Torre de los Panoramas.

En realidad, estas muchachitas del campo aprenden rápidamente, hablando pronto y mal: perros, gallinas, ovejas, vacas, caballos, cerdos y cuántos animales hay, exponen diariamente sus necesidades reproductivas excitando su imaginación y curiosidad, lejos de los juegos sociales de refinamiento y seducción. Raquel era pícara y emprendedora por naturaleza y muy pronto se mostró como era, literalmente.
No era nada púdica y diría que era generosa y desenfadada para exhibirse. Con todo yo me limitaba a una excitada pero cándida y respetuosa observación. Me intimidaba el hecho mismo de la iniciación sexual, en una época en la que “de eso no se hablaba”, ni en casa, ni en la escuela, ni en el liceo.
Yo tenía doce años, y la verdad, sabía menos de sexo que una carmelita. ¿Cómo se hacía “eso”, quedaban embarazadas automáticamente las mujeres, quedaría comprometido de hecho por tener una relación sexual? Todo me resultaba misterioso, intrigante…y temible. De hecho, Raquel sabía del tema mucho más que yo, y no tardó en tomar la iniciativa, aunque el beneficiario no fui yo, sino mi hermano menor, que siempre fue “el lindo” de la familia, aunque estaba en cuarto de escuela y aún no era capaz de tener una erección.

Lo cierto es que un día entré al cuarto que compartíamos y los encontré jugueteando sobre la cama, desnudos de la cintura para abajo. Raquel trataba sin éxito de excitar a mi hermano, quien pálido y confuso trataba igualmente de colaborar. Ambos registraron mi entrada, aunque parecieron no prestarme mucha atención.
Pronto advertí que era un mero jugueteo de manos sin mucho futuro, por lo que decidí intervenir. Me senté en la cama y comencé a acariciar a Raquel quien me miró, entre sonriente y frustrada y sin palabras, con un gesto me interrogó: “¿tú y yo?”.  Por supuesto que sí, yo estaba lo bastante excitado como para tirar al diablo mis temores y mi ignorancia y ese día tuve mi precoz debut, bajo la atención pasmada de mi hermano.

Claro que su presencia me resultó muy útil después de todo, porque él fue quien atestiguó tiempo después ante la barra de la esquina, incrédula y envidiosa, que yo ya había tenido mi primera experiencia sexual, que no era sólo otro cuento de pajero, y que no había tenido necesidad de caer en alguno de los quilombos del barrio, en cuyas puertas solíamos detenernos a atisbar los botijas, curiosos y tontos, todo risas y gestos de torpe  obscenidad.

Repetimos la experiencia un par de veces, y luego Raquelita regresó con sus tías al lejano norte, dejándome un cálido recuerdo. Años después, rebotando en voces distantes, me llegó la noticia terrible: Raquel no llegó a cumplir los veinte años. Murió repentinamente como consecuencia de una meningitis virósica, una de tantas víctimas de una epidemia remota, que sólo fue una cita en un noticiero televisivo o una línea en un encabezado periodístico. Espero que haya tenido de mí en esos pocos años, el mismo recuerdo tierno y agradecido que yo le guardo.

No puedo considerarla una experiencia aleccionante, pero así fueron las cosas. Espero me disculpen por contarla, pero no lo hago para sobresaltar a nadie, sino para ser honesto conmigo mismo.
Si algo me disculpa en este episodio, es mi inocencia de entonces. El tiempo traería nuevas experiencias, mucho menos ingenuas y torpes, pero esas son otras historias.

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