Olla

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por Raphael Ficher

Al ir a una olla popular,
es sencillo estar en el recinto y cocinar,
sabiendo que de ese mismo lugar uno se va a ir.

Y nos vamos, hasta mañana,
o hasta la semana que viene,
cuando se junten más donaciones.

Y muchos colaboran,
aunque la bolsa de porotos
se haga cada vez más pesada en las manos.

A veces, la bolsa de porotos que viene con la “selfie”,
después de la misma foto,
pesa como una bolsa de cemento.



Fue allí donde, al entregar un dulce a un niño, el mismo me hizo un dibujo. Creo que quiso agradecer a su manera. Mi dulce era sencillo, nada más que un caramelo de menta barato, lo que tenía en el bolsillo, pero la criatura me hizo un dibujo mucho menos vulgar.

En una hoja medio arrugada, se dibujó a él, al lado de una torta, pues aquel día era su cumpleaños, y encima de lo que identifiqué como la obra de repostería, tenía un sinfín de merengue que se dibujaba en hermosos arabescos.

Al lado del niño solo la madre, un árbol y un sol en el cielo.
Lo que me llamó la atención fue la torta, con aquel montón de merengue, en perspectiva con mi desdichado caramelo.

Nosotros, que tenemos el calor de la comida segura, sufrimos una tortura de “no saber qué hacer”, un drama existencial que va más allá de Camus o de Sartre.

Y el niño seguía mirándome con su mirada dilatada y una sonrisa amarronada, mientras agarraba la vianda con un poroto espeso dentro.

Pero yo me voy y él se queda. Con aquel poroto quien sabe para cuantos días y para cuantos hermanos.

La fila de la olla se alarga, como una gigantesca boa que no para de alimentarse.

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