Por los tiempos de don Luis Roux (*)

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por Prof. Mauro Barboza

Cap.1   Tiempos de  transición.

Andaba yo por los dieciséis años, y vivía al borde de la desesperación, refugiado en el ajedrez y el fútbol (de estudiar ni hablemos). ¿Por qué ese estado de ánimo?: muy sencillo, estaba yo en esa etapa de la adolescencia en que todavía conservaba algo de niño, pero tenía urgencias que me llamaban a la adultez. Las épocas de transición siempre son las más duras. Me atraían las mujeres, pero ni las inundaciones traían nada hasta mi puerta. Fue en ese momento que acudió en mi ayuda la voz experiente y consoladora de don Homero C., quien quizás se acuerde si tiene la oportunidad de leer estas líneas, aunque no creo, debería andar por los cien años. Pero tengo bien presente su sabio consejo. Yo venía de un par de fracasos, no diré que amorosos, porque no había llegado a nada. Eso me tenía bastante frustrado. Una noche, en el club al cual concurría a jugar ajedrez, presencié la entrada de dos desenvueltas damiselas; desenvueltas tanto en el vestir como en el comportamiento, que iban en busca de uno de los habituales contertulios, Daniel D. Bien parecido, extrovertido, ocurrente y adinerado, Daniel era un conquistador vocacional, de los que estaba con una mujer y al mismo tiempo relojeaba alrededor para ver que más salía. Claro que muchas de sus conquistas eran simplemente puntos que se anotaba en un tablero imaginario, porque apenas le daba el tiempo para todas sus actividades. Una vez saliendo del club nos cruzamos con una atractiva mujer. Verla y comenzar a seguirla fue todo uno para Daniel. De lejos vimos como la “parlaba” de lo lindo, ante la aparente indiferencia de la chica. Seguimos caminando y unas cuadras más adelante nos alcanzó sudoroso y sonriente.

-Ya está, costó pero cuando llegó a la puerta de su edificio se dio vuelta y me sonrió- nos dijo.

– ¿Pero cómo, eso fue todo?- preguntamos varios, sorprendidos.

– Y sí, ¿para qué más?, ¡fue un polvo moral!- contestó, y se quedó muy satisfecho.

Pero volviendo al episodio que había empezado a narrar un poco antes, ese día en el club Daniel nos dedicó una miradita de costado y una risita fanfarrona, y tomando a cada ninfa por la cintura se  dirigió a la puerta.

– Hasta luego, nos vemos… ¡Ah, pidan algo a mi cuenta, no se queden con hambre!- alcanzamos a oír que decía, y una risa compartida, estridente, burlona que nos llegó desde la calle.

Don Homero, mi adversario ocasional, levantó la vista como todos, advirtió o intuyó en mi expresión signos inequívocos de una rabiosa envidia, y sosegada, sentenciosamente me dijo:

– Tranquilo pibe, ¿qué edad tenés, dieciséis?, ya se te va a dar ese tipo de mujeres…

Si había algo de machista, casi despectivo en esa reflexión, fue algo de lo que sólo me di cuenta años más tarde, porque en aquel momento “ese tipo de mujeres” era lo que yo quería de la vida, precisamente. Lo cierto es que el consejo de don Homero-habrán notado la tendencia a otorgar el “don” a las personas que eran mayores cuando yo era un adolescente, no me puedo desprender de ese hábito tan arraigado entonces y que puede llamar la atención hoy día, cuando cualquier guacho te tutea “de una”-, este consejo digo, me animó a armarme de paciencia, y el tiempo le dio la razón. A los diecisiete tuve “algo” con Elizabeth, con la cual tenía un parentesco tan remoto que ni mis padres pudieron explicarme nunca cual era, y que cayó por Montevideo por algún motivo relacionado con el centralismo montevideano. Y enseguida llegó Mirta. No era ésta una mujer joven, andaba por los  cuarenta años, trabajaba como doméstica y tenía un hijo que no vivía con ella, sino que estaba en el Consejo del Niño, como se llamaba entonces lo que ahora es el INAU.  El niño estaba en un hogar sustituto, lo veía los domingos y suspiraba por él durante el resto de la semana.

En cuanto a mí, por esa época me había atacado el individualismo, quería dejar de ser un “nene de mamá”  y le había dejado la habitación a mi hermano y me había mudado a un cuartito del fondo. La casa era una pensión, regenteada por mi madre, en la cual nosotros usufructuábamos una especie de apartamento del piso alto, y se alquilaban las habitaciones de la planta baja, que eran como diez. Era una de aquellas casas grandes, con altos techos de bovedilla y patio con claraboya. Pues bien, por el cuarto que mi madre consintió que usara, una escalerilla permitía el acceso a un altillo.

Ese altillo lo ocupaba Mirta. No era gran cosa, pero era lo que estaba al alcance de su economía de empleada doméstica. Salvo los días de lluvia o en mi ausencia, Mirta debía entrar a su pieza por la azotea, para preservar mi intimidad. Yo la sentía llegar tarde en la noche, acostarse resoplando y haciendo mucho ruido, y después de un rato me llegaban a veces sollozos sordos, reprimidos, provocados sin duda por nostalgia de un hijo al que apenas veía o quizás de una vida mejor. Otras veces en cambio me llegaban gemidos apagados, que me hacían pensar en alguna forma de auto estimulación…

Aquel verano hizo muchísimo calor y lo único posible en las noches era revolcarse en la cama casi sin esperanzas de conciliar el sueño. Noche tras noche escuché la mezcla de gemidos, suspiros y sollozos de Mirta. Era ésta una criolla grandota, no era bella pero tenía lo suyo. No tenía poesía, como quien dice, pero tenía de dónde agarrarse. Mi imaginación iba creciendo a la par que mis erecciones y mi necesidad de alivio. Presentía la vulnerabilidad y la receptividad de Mirta, pero no me animaba a tomar la iniciativa, no sabía cómo.

Acá acudieron a mi mente dos cosas: una expresión típica de mi madre, que cuando me ponía a mariconear por cualquier motivo me decía perentoriamente “¡andá y hacete hombre!” expresión que me sirvió para darme ánimos en varios episodios de mi vida, y la otra un chiste que circulaba en la época entre estudiantes, que era más o menos así: un gaucho estaba metido con una chinita frente a cuyo rancho pasaba todos los días y se miraban y se miraban y no se animaba a decirle nada. Entonces un amigo le dio un consejo: “pintá tu caballo de verde, cuando pases ella se va a mostrar sorprendida y te va a decir algo, entonces vos entrás en conversación, te bajás a tomar unos mates, y ya sabés, una palabra trae la otra y…”. Al otro día el paisano volvió entusiasmado agradeciendo en consejo, “y que pasó” le preguntó su amigo, “pasa que salió como vos me dijiste, pinté el caballo de verde, cuando pasé frente a su rancho gritó – ¡Pah, un caballo verde!- , -¿vio- le dije yo-, vamo’ acostarnos?, ¡y me dijo que sí!”.

Así que me armé de coraje y esa noche, entre quejido y quejido le pregunté bajito, como para que sólo ella me oyera:

– Mirta, ¿estás bien?
– Sí.
– ¿No podés dormir?
– No.
– ¿Querés que suba?

Hubo un paréntesis que me pareció eterno, en el cual temí un no rotundo, una risita burlona o una sarta de epítetos indignados… pero nada de eso. Se tomó su tiempo y…

– Bueno- contestó simplemente

Subí y allí estaba, sugestivamente iluminada por una luna redonda y blanca que asomaba allá arriba, por la puertita de la azotea, desnuda y cubierta a medias por una sábana que había estirado perezosamente sobre su cuerpo, mirándome de una manera que adiviné curiosa, inquisitiva, en la penumbra lechosa de la habitación.  Me senté junto a ella y comencé a acariciarla. Sin decir una palabra me atrajo y me apretó contra sí, mientras emitía un ruidoso y profundo suspiro en el que había muchas cosas. Y así fue que me  encamé por primera vez con aquella mina robusta y desinhibida, que con arrestos de ternura me apretaba contra sus enormes senos y exclamaba “¡mi chiquito, mi chiquito!”. Durante algún tiempo mis noches fueron tempestuosas. Me levantaba con grandes ojeras y por supuesto mi madre que me veía algo “desmerecido” me perseguía tratando de atiborrarme con refuerzos de milanesa, bananas y un chocolate “vitaminizado”, marca Toddy, que algunos memoriosos recordarán. Tanta solicitud de mi madre me atosigaba y fastidiaba un poco, pero hoy que lo pienso creo que no me venía nada mal después de todo, porque mis noches eran muy agotadoras.

Y así iban pasando los días de mi adolescencia. ¡Era un buen tiempo, sí señor!

(Atención: esta historia no termina aquí…)

(*) Luis Roux (derecha) legendario jugador de ajedrez
y “alma mater” de la noche montevideana, allá por los setenta.

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