El Cacho

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por Wilson Frechero




El Cacho no sabía de escuelas,
pero sabía de lunas.
No sabía de reglas,
pero sabía de supervivencia.
Sabía de cada rincón
sin haber visto nunca un mapa.

Sabía de familia,
pero no sabía de domingos.
Sabía menos de miedos y de esperanzas,
que del hambre.
Y, como todo niño,
sabía de sueños.



El Cacho sabía de ganas que se escondían tras las urgencias. Sabía de amigos cortos, de noches de fogatas largas en suburbios. También sabía de pitadas cómplices que evitaban el futuro, entre risas contagiosas.
Y entre sus sueños, como tantos otros, el Cacho soñaba con ser jugador de fútbol. En su vida anárquica y solitaria, sabía de entradas ilegales y coladas al estadio para poder verse en sus sueños los días de partido.

Esa noche jugaba su cuadro. El Cacho sabía de los tiempos y momentos de entrar al estadio sin ser visto y esa noche también lo hizo.
Y esa noche, como tantas, el Cacho se vio corriendo por el campo, coreado por la gente en cada jugada y por unas horas, fue feliz. Al final se quedó adentro.
Sabía de distancias a su barrio, de la hora que era, del cansancio y como sabía cómo hacerlo, se escondió bajo la tribuna y entre viejos mostradores de chapa y cartones anidó. Ese día fue larga la caminata, un par de pitadas al canuto y no demoró en dormirse.
No tuvo miedo, el Cacho no sabía de miedos.

En la madrugada un ruido lo despertó, tump, tump, tump… Eran golpes secos, como de pelotas retumbando en la noche y un murmullo bajo, entreverado, de gritos como de lejos, que le llegaban desde el campo. Entre los huecos de hormigón de la tribuna El Cacho vio lo que era.
Una serie de figuras etéreas corrían por la cancha en todas direcciones. Y cada una con una pelota, repetía continuamente diferentes jugadas que terminaban en un grito de festejo.
Y a los saltos, miraban hacia las tribunas vacías, compartiendo algo muy parecido a la gloria. Sobre la Olímpica, otras cuatro figuras bastante más grandes, reían y comentaban el hacer de aquellos espectros luminosos que se movían en esa nocturna danza interminable.

El Cacho, para ver más claro, se arrimó a la grieta y sin darse cuenta tropezó con una botella vacía. De inmediato, con el ruido, aquellas figuras se paralizaron mirando hacia el lugar donde se escondía.
En forma inmediata se fueron, literalmente, volando a la Torre de los Homenajes. Las otras figuras mayores hicieron lo mismo, y con un pequeño resplandor del interior de la torre, todo volvió a quedar en silencio.

El Cacho sabía que no le creerían y al otro día, en su barrio de calles de tierra, se fue hasta el rancho de Don Jacinto a contarle lo ocurrido. Contaban los vecinos que aquel anciano, en su época, fue un jugador de leyenda.
Ahora dedicaba su tiempo a repetir una y otra vez sus historias, siempre sazonadas con el matiz de la gloria y el éxito que proporciona la distancia de los hechos. El Cacho sabía que Jacinto podía darle una explicación.
El viejo nunca se quedaba callado, y si no había una explicación, la inventaba. Él jugaba con sus historias, de la misma manera que en su momento lo hacía con la pelota, logrando siempre el final que quería.

Y Jacinto, luego de escuchar a el Cacho, bajó el rostro y con una pequeña mueca de sonrisa, al cabo de unos segundos comenzó. Le dijo que lo que vio, muy pocos pudieron verlo.

Le contó que la Torre de los Homenajes era el Olimpo del fútbol nuestro y que allí era la morada de cuatro Dioses que representaban a La Hidalguía, El Coraje, La Técnica y El Orgullo.

Y que, por voluntad propia, tenían retenido el espíritu de aquellos jugadores de la historia del fútbol, que por lo que habían hecho, la memoria nunca los pudo soltar.

Por lo tanto, había noches en que salían a la cancha a repetir aquellas jugadas que fueron responsables de su eterna esclavitud. Mientras, los cuatro Dioses disfrutaban y alababan a aquellos que se destacaban por los valores que representaban.

El Cacho se sintió un elegido y la emoción fue tal que al irse, no vio al anciano que lo despedía desde la puerta. Nunca se lo contó a nadie, pero ahora sabía que de alguna manera, tenía que volver. También sabía que seguramente era la única forma de salir de aquella vida. Y, empujado por su sueño, una noche de invierno el Cacho volvió. Y esa noche se dirigió a la Torre de los Homenajes. Sin ser visto, trepo y subió por las escaleras hasta lo más alto que pudo y allí, esperó.

Esa noche, el Cacho sintió el aliento de los hinchas en cada jugada, en cada pase milimétrico, en cada tiro fulminante, en cada movimiento de cintura que dejando un tendal de adversarios la colgaba en ese ángulo imposible para los arqueros. Y corrió y grito y se trepó en los alambrados de la victoria, tratando de abrazar a cada uno de los que coreaba su nombre hasta quedar exhausto, pero feliz y así quedó.

Algunos hablaron de hipotermia, nunca estuvo claro. Cuando lo levantaron en su posición fetal, de su pecho se soltó algo parecido a una pelota, que salió debajo del cuerpo y cayó rebotando por las escaleras, tump, tump, tump, hasta apagarse por completo.

Por más que la buscaron, nunca apareció, aunque el oficial aseguraba haberla visto. Algunos opinaron que fue el corazón del Cacho que se fue apagando de a poco, luego de su noche de gloria. O quizá Jacinto había dicho la verdad y aquellos Dioses se apiadaron, y le cumplieron eternamente su sueño.

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