Simona

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Misia Agustina - Pedro Figari

por Wilson Frechero

Simona dio dos golpes,
al llamador con forma de “manito” de bronce,
en la puerta de la acera norte de la calle San Pedro.
Esa era la dirección que le habían pasado
para suplantar a una negra vieja
que ya dejaba de trabajar.

Muchos, si podían, evitaban esa cuadra.
Tras la ventana que flanqueaba la puerta,
siempre se apreciaba un eterno rostro de mujer
que era motivo de las historias
más inverosímiles de los lugareños.

La puerta se abrió
y otra negra de buen físico y rostro serio
le pregunto

– Simona?

 Tuvo que mirar hacia arriba para responder, le llevaba por lo menos dos cabezas más.

-Si, le respondió Simona, mientras le entregaba la nota de recomendación. A lo cual la casera, al ponerse de perfil y con un leve gesto de la cabeza, la invitó a pasar.

Luego del corredor de acceso, atravesaron un patio abierto y en una habitación contigua a la cocina, le indicó donde dejar los pocos trapos que traía en aquel bolso de paño azul. Allí los dejó, sobre un catre, donde se apreciaba bien doblada una sábana limpia, aunque descolorida, y una manta marrón de la tela de los ponchos patria.

Juana era el nombre de la casera, que empezó a ponerla al tanto de las obligaciones del nuevo trabajo.

La Señora de la casa, a la cual debía referirse como “Mi Señora”, era una persona de muy pocas palabras, posiblemente algún día no pronunciara ninguna. Juana seguiría con las compras y la comida, mientras Simona, al ser más joven, se ocuparía de la limpieza, el mate y la higiene personal de la señora.

Juana, de varios años de servicio, al ver a la joven Simona de carácter alegre, casi desfachatado, producto incluso de su juventud, le advirtió del carácter hosco y hermético de la señora, que desde hacía varios años, sentada en su Luis XV, y siempre frente a esa ventana, había optado por un casi absoluto aislamiento.

A pesar de la dureza de los primeros días y semanas, de a poco, la forma de ser de Simona, hablando en forma continua, moviendo las caderas, cada vez que le llevaba el mate y tarareando a su vez algún ritmo de tambores, fue abriendo cierta brecha de comunicación que Simona no desperdició.

Fue así que una noche, en la habitación del fondo, antes de apagar la lámpara para dormir, Simona sorprendió a Juana contándole algunas cosas de la Señora.

Le contó que la señora tuvo un padre colorado de origen, hijo de un español venido desde Cádiz en el Argos, quien desde joven, le había hecho conocer las reuniones sociales de la gente del gobierno. Fue allí donde se había acostumbrado a escuchar cuentos de viaje, heroicas anécdotas de guerra y alguna que otra historia prohibida, que afinando el oído escuchaba en el susurro de algún Almirante de turno. Educada en la flor y nata de una sociedad que se empeñaba en parecerse a Europa, tuvo una juventud diferente para un ambiente violento y hostil como el de ese Montevideo.

Mimada y controlada por una madre de sangre francesa, fue la tercera hija de un matrimonio que supo aprovechar su educación y apellido, para incorporarse a los sectores más selectos de esa novata sociedad.

Juana no podía creer lo que escuchaba. Todos los años que llevaba al servicio de la Señora, en los cuales la mayoría de las veces optaba por agachar la cabeza cada vez que le llevaba el té de hierbas y Simona, en unas semanas, ya hurgaba hasta en los detalles más íntimos de su vida.

Aquellas noches se transformaron en un encuentro donde los nuevos datos que traía Simona, eran pequeñas piezas de un rompecabezas aún por resolver. Salvo aquellos días, como cuando Simona le cambió de lugar el Luis XV y la Señora se puso de tal forma que no se calmó hasta volver a verlo en el sitio original…ese día su silencio fue absoluto.

Mientras su relación avanzaba, Simona, cansada del término Mi Señora, optó por una especie de síntesis de esas dos palabras y empezó a llamarla “Misia”. No sin la autorización de Mi Señora, la cual, al consultarla, sin decir palabras, respondió con una suave elevación de los hombros y una pequeña mueca de su boca, que la negra entendió como aceptación.

Desde ese momento Misia Agustina, a pesar de su edad y de su empecinado silencio, siempre de a poco, pareció dispuesta a dejar el legajo de sus memorias en aquella joven atrevida, que supo romper el cascarón de su tozudez. Los mates de las cinco de la tarde, eran los ámbitos donde Misia parecía recobrar los recuerdos, pero siempre sin dejar de mirar aquella calle San Pedro, a través de los biselados cristales de su ventana.

Una de esas tardes escuchó la historia de Faustino.

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Julio de 1890 – A pesar de la crisis económica en ciernes, eran días de festejos en la plaza Constitución. Tanto la guardia privada del Cabildo como los representantes del ejército nacional, daban una vuelta entera a la plaza en torno a un estrado de madera, donde se ubicaban las autoridades del gobierno actual. Los festejos de Montevideo eran siempre ruidosos. Quizás acostumbrados a los continuos enfrentamientos armados que se sucedieron en todos esos años, les había quedado la costumbre de no ser muy adeptos al silencio y tanto tambores, como bandas y fuegos de artificio, eran como los sonidos de fondo naturales de aquella ciudad.

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Y en esos festejos se cruzaron. Ella, ya con la madurez de una mujer, donde en su forma de seducir hacía gala de su media sangre parisina. El, de impecable postura, y su chaqueta verde del uniforme, de botones dorados, la cual hacia resaltar aún más el color de la mirada de aquellos ojos que siempre enloquecieron a Agustina. Desde ese momento, no dejaron de mirarse.

La historia continuó entre reuniones, donde Agustina convencía al padre para que la llevara, sabiendo que allí iba a estar su pretendido alférez y donde en una de ellas, comenzaron sus primeras conversaciones.

-Por Dios! gritaba Juana, haciendo un gesto como tirando el repasador, sin dar crédito a los cuentos de Simona.

–Tu no estarás inventando todo esto, ¿no? Con lo cual Simona, con aire de suficiencia y una pícara sonrisa, la provocaba diciendo

– Si le parece…no le cuento más nada. Cosa que Juana obviamente no aceptaba.

La vida en la casa continuaba entre la rutina diaria, alterada solamente por la variable humor de la Misia. Acompañada a veces por sus dos gatos, a los que Juana odiaba y estaba obligada a darles de comer y limpiar sus inmundicias. Más de una vez planificó su desaparición, pero la Señora en su parca conversación, cada tanto preguntaba por ellos, y allí andaban. Juana no soportaba verlos echados en el antepecho de la ventana de la cocina. Siempre husmeando la posibilidad de algo de comida, con esa mirada como fuera de tiempo, demandante. Nada le ponía más nerviosa, incluso por su espíritu sumamente supersticioso, que la llevó, más de una vez, discretamente, a volear la cabeza de un ajo hacia los felinos, aunque nunca dio en el blanco.

Aquellas charlas entre Misia y Simona se iban haciendo cada vez más escasas. Era como si esa mujer quisiera retrasar lo más que pudiera el fin de la historia. O quizás, más que retrasar, evitar. Incluso Simona había notado el cambio. Su rostro ya no era el de hace unos meses, cuando se le presentó por primera vez, algo había cambiado. Y en determinado momento Simona comenzó a sentir algo de temor.

Juana, una noche, asustada, le pidió a Simona que dejara de insistir con el tema. Trató de convencerla hablándole sobre maldiciones, conjuros y que, si nunca la Señora le había hablado del tema, por qué ahora tenía que hacerlo. Pero Simona, como atrapada por una adicción, no tenía la más mínima intención de dejarlo.

Una de las tardes, al ofrecerle el mate, Simona se animó a preguntarle por Faustino. La mano de la negra quedo en el aire sosteniendo ese trasto de cerámica humeante, sin poder disimular un pequeño temblor. Sin tomar el mate, y girando lentamente el rostro hacia la negra, con extrema suavidad le contesto…” ya nos encontraremos”. A Simona casi se le cae el mate de la mano, esa tarde no se animó a hablar de nada más. Volvió a los cuartos con la sensación de haber destapado algo prohibido, de haber atravesado una línea que no podía atravesar. Decidió no contárselo a Juana.

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Febrero de 1897. Esa tarde, mientras Agustina elegía el corsé para utilizar en un festejo nocturno, la antigua empleada de la casa, tras golpear suavemente la puerta de su cuarto, le alcanzó una nota que un mensajero le entrego en su propia mano.

Al principio no entendía y tuvo que volverla a leer. Se dejó caer sobre su cama, y allí sentada, recién pudo reconocer el texto. La letra era de Faustino, le decía que el gobierno le había otorgado una importante misión para el interior. Y con amorosas palabras la tranquilizaba, diciendo:

“…..Amada mía, esperadme, os ruego.  Obligado estoy de ausentarme unos días por una orden oficial. Mi corazón se debate hoy entre el honor y el amor. El honor, para cumplir mi deber con el mérito mayor, y el amor que siento hacia Ud., razón vital de cualquiera de mis actos. Sin dudas, ambos, asegurarán mi retorno a continuar soñando juntos nuestros más cálidos anhelos….”

Faustino.

Agustina, soltando el corsé, que cayó pesadamente en el suelo, se quedó en silencio, sola y en silencio.

Esa madrugada, Faustino marchó a Cerro Largo por orden del gobierno, en una partida especial para ponerse a las órdenes de Justino Muniz.

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Simona, ahora sí, convencida de que debía a abandonar el tema, se llamó a silencio, pero, sin embargo, ahora era la Misia que en cada oportunidad que podía volvía sobre aquello.

Era como si ese capricho de Simona, casi como una broma, de hurgar en aquella historia, la hubiera hecho prisionera haciéndola formar parte de la misma.

El ambiente se hizo cada vez más denso. La que ahora demandaba era la Misia y Juana, al no contener más la ansiedad, siempre que Simona estaba con la señora, bajo cualquier pretexto, se quedaba en la misma habitación.

Hasta que llegó esa mañana. Sin decirle por qué, Misia Agustina dejo sobre la cama un vestido que nunca había utilizado y le pidió que le ayudara a ponerse un corsé negro de tiras grises y finos pespuntes que sostenía en sus manos.

La expresión del rostro de la Misia esa mañana, aparentaba una serenidad nunca vista, a diferencia de Simona, que le costaba cada vez más ocultar su creciente temor. De a poco fue intentando ajustar ese corsé a un cuerpo que ya no le correspondía. Se lo calzó lo mejor que pudo bajo los senos, sobre la camiseta de algodón que llevaba debajo y comenzó a intentar ajustar las tiras. Luego de un rato, se separó un poco para poder apreciar mejor como le había quedado.  La Misia giró y sin expresión alguna le señaló la cama. Allí, descansaba un vestido verde de pechera blanca bordada, más acorde para una recepción que para un día de entrecasa. El olor penetrante de humedad de la tela guardada por años, ocupaba toda la habitación y de a poco, no sin dificultad, y con miedo a dañarlo, le fue ayudando a ponérselo.

19 de marzo de 1897, anochece.  Ha muerto el hermano del General. Pero en la montonera de cuerpos que regaron el paraje de Arbolito, Faustino paso a ser otra de las historias truncas que dejaron nuestras guerras fratricidas. El verde de su chaqueta, apenas se diferenciaba entre el derroche de barro y sangre que fue ese día. A la mitad de su espalda se apreciaba un círculo casi perfecto de color negro, en la tela desgarrada por la salida del proyectil. Lo poco que se veía de su rostro, no expresaba dolor. Poca referencia quedará de ese cuerpo que nadie reclamó. Solo algunos lo mantendrán en su memoria más íntima e inmediata. Historias personales, que irremediablemente irán tornándose cada vez más borrosas a través de los años, hasta desaparecer definitivamente.

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Ya vestida, Misia, mientras se miraba en el espejo del ropero y sin cambiar la vista, le pidió a Simona que vaya a preparar el mate. La negra salió más que rápido de ese cuarto y se fue a la cocina donde estaba Juana. La tensión era tal, que sin decirle nada se prendió de la cintura de la negra vieja y casi le hace tirar la pava de agua caliente que generalmente preparaba.

 -Epa! Exclamó Juana, mientras levantaba la vieja caldera evitando cualquier salpicadura.- ¿Qué le pasó ahora?. Juana no podía creer lo que le contó Simona, la apretó contra el pecho y cerrando los ojos comenzó a murmurar una plegaria desesperada.

Al rato se sintió la voz de Agustina reclamando el mate. Cuando Simona llegó a la habitación, la Misia ya se había sentado, acomodando perfectamente el vestido. Se notaba cierta extraña alegría en su expresión. Al poco tiempo apareció Juana, traía el bastidor de costura como pretexto y se sentó contra la otra ventana, como buscando la luz para trabajar.

Uno de los gatos, el negro, no tuvo mejor idea que sentarse frente a Juana a mirarla fijamente. El miedo de aquella mujer le hacía olvidar las oraciones que continuamente repetía desde la cocina. No podía dejar de mirar al animal y optó nuevamente por cerrar con fuerza los ojos.

Simona se acomodó, como lo hacía todos los días, al costado de la señora y en una posición más baja que ella, le dijo:

-Su mate, mi Señora… en un tono casi de sumisión total. Incluso su mirada trató de evitar la de la patrona y estiró su brazo ofreciéndole la infusión.

Fue como si la señora no hubiera escuchado nada. Pasaron algunos segundos y al no tener respuesta, Simona repitió:

 – Perdón mi Señora, su mate.

Agustina, lentamente abrió el puño izquierdo que siempre apoyaba en el posa brazo de su Luis XV. Allí estaba aquella nota que la encadenó de por vida a su destino. Arrugada, amarillenta, como de haber soportado momentos de mucha furia y momentos de mucho dolor.

Ella no le contestó, siempre mirando hacia el portón de San Pedro. Por allí había salido y por allí volvieron varios de sus compañeros y por allí lo esperaba aparecer con su chaqueta verde de botones dorados. Esperadme…os ruego, repetía en un su último hilo de voz…esperadme…

Ahora Simona se asustó en serio. Juana, no dejaba de persignarse. Y de repente, un fuerte golpe de viento sacudió el postigo de tal forma que hizo saltar a uno de los gatos. Una nube de polvo invadió toda la habitación, donde por un momento, todo fue un caos.

Al poco tiempo y en la serena quietud del después, Misia Agustina ya no estaba.

El tiempo se había acabado. Posiblemente Simona fue el instrumento para que Misia sacara todo aquel dolor atrapado dentro. Quizás Misia Agustina prefirió terminar de una vez, y de alguna manera atravesar el portón de San Pedro, y abandonando la angustiosa espera, ir al encuentro definitivo de su amor. No importa lo que fue, ni como pasó, la Misia había logrado la eternidad, y evitaba para siempre el momento de encontrase con la dura realidad.

En la calle de San Pedro, desapareció la imagen de aquella mujer en la ventana. El tiempo pasó. La casa se avejentó de puertas cerradas y la historia de aquel rostro se fue tornando cada vez más borrosa a través de los años, hasta desaparecer definitivamente.

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