por Wilson Frechero
Aquellas tardes de domingo,
el sol se quedaba quieto
en ese corredor de baldosas amarillas,
donde con Miguel éramos los salvadores del mundo
achicharrando hormigas
con la lupa que le quitábamos a mi abuelo
en las horas de siesta.
Es que aquel mundo estaba lleno de superhéroes. Aquel mundo estaba al alcance de nuestras manos. Era un barrio con un solo jacarandá y con muchos fresnos y paraísos. Con muchas huertas, para nosotros quintas, que se escondían tras la complicidad de las fachadas bajas que respetaban el cielo.
Y nosotros, éramos todos iguales y diferentes y nos ayudaba entender que el vecino era nuestro y el amigo era intocable.
Allí estaban Osvaldo, paseándose de bata y pantuflas camino del almacén, cantando siempre alguna del Mago, sonriendo y saludando con la reverencia sin dejar de cantar. Doña Elvira, la húngara, en su quinta de repollos con su colorida pollera enorme, vestigio inamovible de su lejano pueblo magiar.
Un montón de Pepes y Josés. Y veteranos que repetían su historia cada tardecita, con cada copa, en lo de Manolo, bar y almacén.
Y entre ellos Don Hilario, viejo pescador, que fue construyendo un barco en la azotea, soñando que un día, cuando subiera el río, se iría en busca de aquella hija que se fue hace muchos años a la patria de su padre y que nunca más volvió. Cuando Hilario estaba de ánimo, nos dejaba subir y mientras calafateaba o pintaba su nave, nos mostraba el camino que iba a tomar el día que soltara amarras.
Adentro, en la pequeña cabina, ya tenía guardados unos cuantos libros, un viejo astrolabio, unas mantas y otras cosas que habitualmente limpiaba y volvía a acomodar. Aquella embarcación, ya estaba dirigida al punto exacto del pueblo donde se encontraba su hija, y solo le preocupaba una vieja claraboya que se encontraba justo en el camino a seguir.
Nosotros no nos reíamos y respetábamos lo que Carmen, su compañera de toda la vida, sabiendo que éramos sus amigos, nos pedía. Porque Don Hilario tenía una esperanza muy fuerte, pero un corazón muy débil y no queríamos que pasara mal.
Era un mundo chiquito y enorme a la vez, en donde cada uno era el personaje de una película en la que trabajábamos todos. Juan, el loco, caminaba mirando fijamente un lápiz que hacía girar continuamente en su mano derecha y hablaba sin dejar de mirarlo. Nada se sabía de su historia, pero estaba ahí.
El Mincho, donde teníamos la cancha de trompos, se veía poco y todos sabían de su actividad “non santa“ pero ningún vecino se metía, salvo en aquellos allanamientos donde nos prohibían salir a la vereda.
Y llegó aquel verano en que llovió 15 días seguidos. Para nosotros, nuestras casas se transformaron en una prisión. Fueron días de lluvia continua.
En mi aburrimiento, me quedaba contando la cantidad de ratas que cruzaban bajo el agua entre los cañaverales del fondo o a esperar que saliera Felipe de abajo de la hortensia, aquel sapo que trajimos en una caja de cartón desde el cementerio del norte.
Pero faltaba la barra. Y cuando íbamos a la casa de alguno, compartíamos el embole de los juegos de mesa, o intentábamos hacer reír al otro, para que se atorara, cuando la madre del Juancho nos servía la leche con gofio.
Hasta el día que despertamos con sol. Casi no desayuno por agarrar la chiva y juntarme con los gurises a recuperar el tiempo perdido. Ya Miguel me estaba esperando y decidimos ir hasta las canchas del viejo liceo.
Éramos bichos de afuera y aquella sensación de libertad nos volvía a nuestros dominios. Pero ese entusiasmo inicial se nos cortó al pasar por la casa de Don Hilario.
En la puerta, Carmen lloraba desconsolada abrazada a una vecina. Cuando paramos junto a ella, la angustia no la dejaba hablar y solo nos hizo una seña hacia dentro de la casa.
Con Miguel decidimos entrar pensando en lo peor. En la casa no había nadie, salvo la puerta abierta de la azotea en el extremo de aquella escalera de fierro torneado que subimos tantas veces.
Miguel la subió y fue el primero en salir, hasta que paró de golpe. Ese freno hizo que lo atropellara y casi caemos los dos. El miedo me hizo mirar solo por encima del hombro de Miguel, que quedó paralizado.
El cuerpo de Hilario no estaba, solo los cabos sueltos y los soportes tirados del barco, que tampoco estaba.
Salí del aturdimiento con el tirón en el brazo que me dio Miguel, que con la cabeza me señaló en una dirección, donde se veía claramente el vidrio del ángulo roto de la vieja claraboya.
otras publicaciones del autor



















Lindo y fantástico relato !!!
Wilson, gracias por compartir esta mágica historia. Cuando me llegó por whatsapp el aviso de “Aconteceres” me emocioné al ver la foto de las claraboyas, que me transportaron a una lejana infancia, 50 años en el tiempo al barrio el Cordón, a la calle Carlos Roxlo al 1300. Ahí tuve la suerte de vivir en una casa, que aunque estaba en condiciones casi de demolición (por lo vieja y mal conservada) tenía la magia de una claraboya que iluminaba ecológicamente un patio interior durante el día y de manera surrealista en las noches que había luna llena.
Recién termino de leer el cuento, y ahí termine viajando por toda la niñez, los diferentes barrios donde fui niño y adolescente, todos tan distintos y tan parecidos, Cordón, Aires Puros, La Comercial.
Barrios donde siempre había Hilarios, Elviras, Minchos y alguna historia hermosa como esta que nos regalas.
Buenas, hay una anécdota muy conocida del barrio que es muy similar. En Gsllinal (junta ec. y ad. en esa epoca) y Paullier al lado del bar El sol,se construyó un barco de madera en la azotea. La cancion de Roberto Darwin cuenta esa historia. Por lo relatado noto que es otra historia en otro lugar del barrio. Se puede develar la ubicación?