por Wilson Frechero
Buscaba entre las flores
que aún no se habían abierto,
eran las que a ella le gustaban.
Quizás por su miedo a la muerte
prefería aquellas cosas que comenzaban
y no las que terminaban.
Así disfrutaba de los amaneceres,
más que de los atardeceres,
los cuales le producían una nostalgia infinita
donde se perdía en largos pensamientos
de ausente mirada.
Yo respetaba esos momentos.
Por eso,
le elegía los pimpollos casi cerrados
y los dejaba ordenados,
de la manera que le gustaba,
en esa botella antigua
que luego de un insistente regateo
había comprado en la feria.
Nunca le gusto que las ponga en ese florero, regalo de casamiento de una tía que, junto a la colección de relojes de pared, que obtuvimos en ese ya lejano día donde decidimos seguir juntos en forma de matrimonio. Ella detestaba aquel florero y siempre lo hacía notar cada vez que llegaba con las flores, a tal punto de guardarlo en un aparador donde se guardaba las cosas que por alguna razón decidía no verlas más, o al menos no tenerlas siempre a la vista.
Su rostro se tornaba feliz cuando se encontraba con las cosas que esperaba, una cena de su gusto a la hora indicada, una estufa prendida en una noche de invierno, aquella copa de su vino en el momento preciso, la taza de té en la cama, esa cama que esperaba el día, la hora y el momento justo para hacer el amor, ni antes ni después, solo el momento justo.
Evitaba los programas de animales desde la vez que se impresionó con la imagen de una serpiente que regurgitaba la piel de una rata a la cual había vaciado para su alimento cálido y húmedo y donde esa piel hueca, peluda donde sus ojos negros y vacíos le había impresionado de tal manera que nunca más quiso ver algo similar.
Le angustiaba lo imprevisto, lo espontáneo, por eso, para evitar su incomodidad, aprendí donde ubicarme en cada momento. Lo cual evitaba los malos entendidos o malestares, logrando una relación más fluida sin tanto sobresaltos y malos humores. Esa especie de código de convivencia adquirido luego de tantas noches separados, donde en su trinchera, siempre callada, esperaba pacientemente que yo rompiera el hielo para recomponer o simplemente reconocer.
Aguardaba que saliera de sus silencios, respetando esa intimidad muy suya donde prefería quedarme callado hasta el momento donde estaba seguro de que no la interrumpía, sabiendo que, de esa forma, tranquila, casi contemplativa ella comprendería lo importante que era para mí al ponerme en el lugar de sus deseos y necesidades.
Evitábamos pasar por los sitios donde no le gustaba o le hacía sentir mal ya sea por un mal recuerdo o simplemente por algo más trivial, pero sin duda importante para ella.
Era esa la felicidad lograda después de tantos años de convivencia pacífica, era la forma en que compartíamos la vida, donde cada cosa logró estar en su lugar, en esa armonía que siempre demandó para su tranquilidad
Hacía cinco años que había muerto, y yo por fin terminaba la pena y volvía a mi vida normal. Sali, restregándome los ojos como si aún conservara aquella oscuridad del confinamiento y traté de orientarme hacia donde quería ir.
Caminando, solo recordaba la noche que el espejo me devolvió la imagen de aquella piel de rata peluda de ojos negros y vacíos sin su contenido tibio y húmedo que alguna vez formó parte de lo que era, pero luego…. nada más.

La tarde era luminosa y cálida y de a poco retomé el rumbo hacia la casa. Al pararme frente a ella, mire el jardín descuidado y me propuse no bien pudiera, acomodarlo y dejarlo prolijo como siempre supo estarlo.
Coloqué las llaves en la cerradura, giré las mismas y un sonido seco y preciso me autorizó abrir la puerta.
Al entrar, restregué mis pies sobre el felpudo del acceso y dejé mis zapatos en el costado izquierdo del mismo. Luego entré.
Ella nunca pudo soportar que entrara con el calzado que venía de la calle.


















