por Prof. Mauro Barboza
Como aprendí a amar a las mujeres, Virginia
Debo ser sincero:
después de esa primera experiencia
pasaron varios años antes
que se repitiera la oportunidad.
De todas maneras,
algo aprendí sobre las mujeres
a través de mi contacto con ellas.
Comenzaban los famosos sesenta
y ellas eran todavía para mí
como un territorio mágico y prohibido.
Por esos años muchas mujeres fueron y vinieron,
pasaron por la pensión, las más fugazmente.
De algunas guardé igualmente un tenaz recuerdo.
Y fue por esa época que apareció en mi vida Virginia.
Yo tenía entonces trece
y ella veinte años escasos y era actriz,
aunque de esa forma no se ganaba la vida,
sino trabajando en una empresa de créditos.
Pero solía actuar en teatros de barrio, en compañías de esas que de día presentaban alguna lacrimógena novela por episodios en la radio, y algunas noches y sobre todo los domingos de tarde, la llevaban a la escena, contando siempre con una seguidora concurrencia, siempre dispuesta a sufrir un poco más. Para esas representaciones sabían bien que necesitaban una joven con la edad y el “phisique du rôle”, algo que la Comedia Nacional y la compañía El Galpón no van a terminar de entender nunca, según parece. Para ello recurrían a Virginia.
Era Virginia una muchacha de tez muy blanca, rasgos atractivos y largos cabellos renegridos, a lo que unía una esbelta y armoniosa figura y una voz angelical. En suma, la criollita perfecta, preferida de Roberto Barry, Julio César Army y otros directores de radioteatros. Por primera vez en mi vida pisé un teatro, el viejo Stella D’Italia para verla interpretar La Virgencita de Madera, mezcla del humor popular y efectivo de Barry y una sentimentalina atroz, pero que a mí me conmovió en toda mi inocencia y mi apoyo fervoroso a la cándida muchachita interpretada por Virginia.
Y como el rol le cabía de maravilla, al poco tiempo la volví a ver haciendo papeles similares en M’Hijo el Dotor y En un Burro Tres Baturros y me conmoví y me indigné una y otra vez ante sus sufrimientos y el cinismo y la falta de dignidad de hombres insensibles y malvados. Con el tiempo aprendí que los hombres y mujeres estamos condenados a hacernos sufrir los unos a los otros de forma casi irremediable, pero en aquel momento todo mi apoyo era para los cándidos personajes interpretados por Virginia, y llegué a odiar a todos los hombres. La razón era lógica: yo amaba a Virginia.
Por supuesto que detestaba a su novio en la vida real, un hombre feo y bastante mayor que ella, también actor, al que yo encontraba rústico y sin gracia, pero al que ella consideraba “¡taaan varonil, con esa voz taaan masculina!”. Claro que por comadreos de mi madre me enteré que el tipo era “un verdadero caballero” y que la respetaba escrupulosamente, que Virginia estaba tan “intacta” como el día que había nacido. Eso era creíble – y posible- allá por 1959 o 60, hoy en día andá creer algo así… Pero a mí me reconfortaba esa idea. Si no era mía- algo obviamente imposible por mi edad- no era de nadie, y mientras tanto yo esperaba, y crecía.
Y lo que son las cosas, años después descubrí que aquel novio feo y de voz rasposa era la mejor garantía que yo podía haber tenido de que Virginia seguiría intocada eternamente, ya que ella era sólo una cobertura de su verdadera inclinación sexual. Me pregunto si ella lo sabría. Si era así nunca me comentó nada, aunque claro, no era un tema para hablarlo conmigo, yo sólo tenía trece inocentes años.
Pero lo que más me quedó grabado de Virginia fueron algunas siestas de verano. Quizás esta sea la zona más tenaz de mis recuerdos, lo que la mantiene más viva, una suerte de homenaje en el cual permanece joven y hermosa para siempre. Era el verano del sesenta, tardes increíblemente calurosas, Virginia estiraba un acolchado sobre el suelo fresco de su pieza para escuchar un lacrimógeno radioteatro llamado “El Camino de las Madres”, donde su novio interpretaba al malo, un ser maléfico que extorsionaba hasta lo indecible a la sufrida protagonista. Y yo entonces lo odiaba como nunca y me imaginaba mil formas posibles para dar muerte a aquel energúmeno, a cuál más tortuosa y cruel.
En el radioteatro se relataba la vida de una madre que soportaba las peores injusticias y vejaciones morales para conservar a su hijo, y Virginia lloraba, se encarnaba en el personaje como tantas veces lo hacía en la escena, y su sentimiento era real, juro que se regodeaba en aquel sufrimiento. El hecho de que su novio fuera el villano no cambiaba eso, inclusive le agregaba un ingrediente extra, quizás un toque de masoquismo femenino. En fin, las mujeres… ustedes saben, necesitan sufrir aunque sea un poquito para ser felices, un rasgo femenino que nunca entendí, ni entonces ni ahora. Claro que hoy en día ese es un pensamiento muy incorrecto, reconozco que es muy posible que esté equivocado y que respondía a una mentalidad de otros tiempos, ¡faltaba más, las cosas cambian y nosotros con ellas!
Pero ella lloraba y yo lloraba con ella, conmovido y solidario, y me acostaba a su lado y Virginia me apretaba, con la pollera liviana arremangada hasta las ingles, y llorábamos abrazados, mientras yo tenía mis primeras y precoces erecciones, que Virginia no advertía o simulaba no advertir, después de todo una cosita de nada, casi insignificante…
Un año después, o poco menos, Virginia se mudó a un pequeño apartamento con su madre y una hermana mayor. De allí en más la vi muy pocas veces, y comenzó a ser cada vez más distante e inalcanzable.
Lo cierto es que su novio tuvo una prolongada carrera como actor y humorista, mucho más larga que la de Virginia, atrapada en un empleo común por la necesidad de ganarse la vida, para ella y para su anciana madre. Conoció a otro hombre, un bancario creo, se casó, tuvo hijos y una vida burguesa hasta donde supe, aunque yo la recuerdo como era entonces, todavía amo a aquella Virginia, y eso es todo lo que quise y quiero conservar.

















